martes, 19 de mayo de 2009

Santa Rosa I 40

Así como si el calor tuviera insomnio, su voz predica la asfixia desde muy temprano y la sed de garganta se apacigua con la vista. Inmensas extensiones de tierra dura, de lomeríos que asoman un verde tímido como un tatuaje mínimo de verdor entre el pardo rojizo nos rodea. En las peñas altivas a pleno rayo, el tímpano se quiebra de silencio.
Allá, la obstinación del horizonte delinea, esculpe los contornos incendiados de las rocas como un collar petrificado. Así la mañana se descuaja y se exprimen las nubes como breña.


La ventaja de tener un pequeño refrigerador en el cuarto del motel es la posibilidad de desayunar con las viandas de tu “hitacate” (alforja). El súper precio no incluía el desayuno.
A luz del día es más fácil tener noción de los lugares y Santa Rosa es un pequeño poblado ubicado al este de Alburquerque, Nuevo México y al oeste de Texas. Este poblado esta asentado cerca del río Pecos. Su historia, como la mayor parte de las poblaciones y ciudades esta íntimamente relacionada con la cultura precolombina, el México colonial, un breve espacio del México independiente y los nativos americanos, así que el mosaico de olores y sabores tiene una riqueza, diametralmente opuesta al este Americanos donde no existió mestizaje; los franceses, ingleses, irlandeses no se distinguen por asimilar cultura, si por imponer y es notoria la diferencia entre el mestizaje de los españoles en México y el extermino por parte de las colonias americanas a los nativos de éstas tierras. Hecho histórico que tiene su marca hasta en las maneras y formas mas simples de la vida cotidiana. Aquí un ejemplo de los muchos que hay, el poblado que nos ocupa se dice que el primer asentamiento europeo (léase español) fue en 1856 y fue llamado Agua Negra Chiquita, como pueden ver por esos años México, ya era un país independiente y posiblemente el español que fundó la ciudad o era criollo o definitivamente mestizo. En 1890 el nombre de Agua Negra Chiquita (un encanto de nombre si me permiten) mudó por el de Santa Rosa en memoria de una capilla que el fundador de la ciudad de nombre Francisco Baca -español o mestizo de cepa, a saber- construyó al recuerdo de su madre. Aquí hay una pequeña confusión, no se sabe si el nombre de rosa, a parte de ser el de su madre, se refiere a las rosas que Juan Diego traía en su sayal y que se convirtieron en la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, lo que da pie a la ironía, puesto que si la capilla fuera en honor de la Virgen de la Macarena o de Nuestra Señora del Pilar, todo quedaba muy europeo, pero el culto a la Virgen de Guadalupe “La Morenita del Tepeyac” es un culto producto del mestizaje. Ejemplos de ninguneo histórico, este abarrote tiene las estanterías repletas. En fin así son los imperios.
Otro de los atractivos de Santa Rosa es la cantidad de lagos naturales, extraño para el clima semidesértico de la zona.


Aquí en Santa Rosa también se desarrolla la historia típicamente americana, por aquí pasa la legendaria Ruta 66 y se filmó la escena
del tren a la puesta de sol en el puente del ferrocarril del Río Pecos, la película fue dirigida por John Ford y actuada por Henry Fonda. Como ya recordaron esta película está basada en la novela de John Steinbeck “Las uvas de la ira”. La novela es la odisea o el éxodo desde Oklahoma de los jornaleros agrícolas en la gran depresión y es precisamente por la “Carretera Madre” (The Mother Road) como le llamó Steinbeck a la Ruta 66 por donde cruzaron del este a oeste hasta las Californias.
La Ruta 66 o La Calle Principal de América (The Main Street of America) como también es llamada, se estableció el 11 de noviembre de 1926 aunque se empezó a señalizar al año siguiente. La ruta original corría desde Chicago (Illinois) Misuri, Kansas, Oklahoma, Texas, Nuevo México, Arizona y California, hasta finalizar en Los Ángeles con un recorrido total de 2,448 millas(3,939 km). Múltiples arreglos, cambios de trazado, subidas y bajadas sufrió durante sus años de vida, y vida fue lo que desarrolló a lo largo de esta ruta, las poblaciones migrantes enriquecieron las ciudades, el comercio y la comunicación de grupos humanos, así como el surgimiento de la comida rápida, los moteles, gasolineras y en la gran depresión unió el nacimiento y la puesta de sol por un camino. Todavía el día de hoy se puede recorrer la Ruta 66 en un 80 por ciento.
La verdadera unión del este y el oeste llego en los años cincuentas, cuando se pensó en construir la Interestatal 40 que corre desde California en el este y termina (a finales de 1980) en la ciudad de Raleigh, en Carolina del Norte. El periodista Charles Kuralt afirmó:
"Thanks to the interstate highway system, it is now possible to travel from coast to coast without seeing anything" (Gracias a al sistema de carretera interestatal, ahora es posible viajar de costa a costa sin ver nada) y es verdad uno puede ir del pacífico al atlántico sin entrar a las ciudades, con una pulcritud que contradice el parar a reabastecerse de humana discordia o compañía.
Con esta sensación de largura en la distancia continuamos nuestro viaje para entrar a la gran planicie texana y otear los ranchos, donde la pastura espera la respiración hambrienta del ganado.


El aire crece como espiga en la intemperie.
Como torreones, hechos para la paz geológica, por los riscos se dispersan el germen de roca y arena y los manantiales del calor sumergen el hostil dardo de fuego en las costillas. Aquí, las líneas paralelas no descansan, y las lámparas terrestres las recorren como si fueran el espinazo nocturno del camino.
En esta pétrea permanencia, de repente, un sobresalto de llanura y olores de majada que se imponen. Son fronteras ahora de los ojos: los belfos, la rumiante paciencia que digiere y la sorda e incivil mirada del ganado.
La tarde se vuelve a quebrar. La rueda celebra su descanso. Llegan galopando los vaqueros del sueño y llevan las cabezas de la noche a beber al arroyo con el simple chasquido de la voz para evitar una estampida.
Sergio Astorga