sábado, 7 de mayo de 2022

La historia del que se mira y se refleja

 


Mi persona se sacudió. Condenado a nacer en ese óvalo provecto, como imagen, como reflejo de mis transformaciones. Todo lo vivido era como un charco de imagen. Me pregunto, ¿no se quién me dejó esta herencia? Este rostro que trasciende el polvo humano que tengo.

Bien lo sabes, caminabas por el mercadillo de la lagunilla y al ver el espejo arrumbado entre muebles Chippendale y botellas vacías de coñac. Preguntaste el precio. Protestaste. Ofreciste y protegido en un manto azul lo trajiste a casa y lo colgaste en el comedor. No te duelas. No te expliques. Ese dolor de imagen no es neutro. Tiene tu nombre y tu historia. Si fuera de otro modo hubieras comprado ese sillón irreversible de terciopelo rojo con patas inglesas. Pensaste ponerlo en la estancia oscura, para evitar verte rodeado de objetos, de recuerdos. Eres esclavo desde entonces. Para ti no hay princesa, necesitas un príncipe de tinieblas que te de un beso de Judas. Tal vez esa saliva te devuelva el calor de admitir lo que eres y serás.

Sí, me hace falta un espejo donde abotone el paso del tiempo, donde pueda examinar los días. Yo me quería, tenía el certificado de linda infancia. No sé porqué ahora me estremezco cuando me miro. Innumerables espejos han pasado por mi vida y ahora me interrogo. Será un hechizo o la conciencia enferma del reflejo. Mi cordura se ha quedado boca arriba.

Tu niñez no tuvo el perfil suficiente para recibir felicitaciones. Eras un perfil incoloro. Invisible, fatal para los olores; irrelevante para los anteojos. Dabas pena de la cabeza hasta el abultado abdomen. Leías esos cuentos de pasta dura lleno de tuertos y duendes alrededor de aquelarres. Gustabas cuando las chispas iluminaban la tristeza de los reformistas, devorados por las llamas.

Sí, siempre me han gustado los espejos hospitalarios, como aquél con marco de cedro con figuras de vendimias en los cantos. Entraba a escondidas y me quedaba parado frente a él, hasta que la gata de mi abuela maullaba celosa para que la abuela o las tías vinieran a regañarme. - ¿Qué haces ahí parado? Me gritaban, mira si ya puso la puerca, - y era verdad, en casa de la abuela había una puerca que se llamaba Enrique. Tal era la necesidad de nombres masculinos. Carencia de las tías. En ese entonces me gustaba el reflejo, me hipnotizaba ser niño, ahora me repugna.

Te acuerdas de ese libro que tanto hojeabas, hasta que se deprendieron las hojas y hacías un reguero por tu cuarto intercalando las páginas para darle diferentes lecturas.  A veces comenzabas cuando los enanos, vestidos de verde con gorritos frigios danzaban alrededor de las hechiceras; se enredaban en sus faldones negros y ellas lúbricas, se quitaban la ropa hasta quedar desnudas, entonces los enanos lamian los muslos de las hechiceras. Cambiabas rápidamente de página, para evitar ese molesto escurrimiento por tu bragueta, y en voz alta leías el hechizo que frente al caldero hacía Gertrudis, la hechicera madre, para que las cabezas rubias de las princesas con sus borregos blancos comenzasen a burbujear. Tu nariz, poco experta en olores, se pegaba a la página intentando poseer las emanaciones del cocimiento. En vano, restregabas la cara hasta que comenzabas a sangrar.

Voy a los mercados de baratijas, porque me gusta andar entre vidas pasadas; las cosas son su reflejo, a veces menos crueles que el reflejo del espejo. No les tengo miedo, son fantasmas inanimados que les construyo historias. Cuando la imaginación no me ayuda, compro libros antiguos de cuentos fantásticos. Me gusta la historia de la niña comida por el lobo, con ilustraciones de las vísceras en las fauces, sobre todo la que muestra los carnosos intestinos como espaguetis enredándose en los colmillos. También me gustan las historias de los bobos niños que son dominados por sus mascotas. Hay una en que un perrito jala del niño con tal fuerza que la cabeza rueda por la acera con los ojos abiertos como platos de sopa. Una delicia.


¿Te acuerdas? Cuando la abuela te acariciaba. Tendrías 10 años y corrías en los corredores. Te escondías en el gran ropero. La abuela se aburría de no encontrarte. Salías y te abrazabas a su cadera. Ella te reprochaba y comenzaba a acariciarte. Al principio querías, después te incomodaban esas manos arrugadas por tu piel. Por entonces sabías oler. Distinguías el rancio olor a jarabe arce. A pantaletas cagadas. Por eso ya no hueles, tu nariz se paralizó. No es sinusitis. Es la realidad de la caricia forzada.


Me gustaba comprar muchos espejitos. Cabían en mi mano. Me adosaba a las maestras y lo acercaba debajo de su falda cuando ellas estaban distraídas. Creo que todas mis profesoras pasaron por esa prueba. Me gustaba la de Historia. Traía siempre unas diminutas bragas. Adoraba. Cuando me descubrieron tiré toda mi colección de espejitos. Una lástima.


Cuídate del azogue, de la victima y del verdugo. Cuídate de tus historias que un día te dejarán sin aire. Cuídate de esos héroes enanos y de esas lecturas solitarias que te devorarán. Metros de sangre muerta. No la hueles, no te dueles. Nada vale tanto como un buen reflejo. El yugo póstumo es tu imagen. Eres un hombrecito de ciudad. Sin rencor. Herido de imagen. Desde mi punto de vista, tu debilidad se te pegó en la saya de tu abuela poderosa.


Se me acercaron dos vecinos. ¿Qué traes envuelto? - me preguntaron. Un cadáver, contesté. Me gusta contrariar. Plantar cara. Primero quise poner el espejo en el comedor y así mirarme cuando me llevara la sopa o el espagueti a la boca. Pero, la comida no me sabe y ese pesar no es digno de verse todos los días. Preferí colgarlo en la zona mas oscura de la casa, donde no entra luz porque la ventana está muy lejos. Así evito las miradas indiscretas, esos fisgones que no tienen una buena imagen de sí mismos y quieren allanar la de los otros. Era un criadero de nervios cuando lo colgué. Fuimos dos más que nunca. Algo de madre tenía el reflejo de mi imagen. Sólo yo, me voy quedando con mi dónde.


Tu imagen chorreaba poco a poco. Tu rostro se reconcilia. Me acuerdo de ti mismo. Nos hacemos uno. Baste la mañana para alcanzar el rostro de nuestro tiempo. Miras como los enanos brincan alrededor de ti. En el caldero la imagen de tu abuela se consume. Glu glu. No hueles la carne quemada del recuerdo. Nada te inquieta.

Te sabes príncipe.