jueves, 31 de marzo de 2011

El Señor Oros III

DE COMO EL SEÑOR OROS TUVO UN ENCUENTRO INESPERADO, LO QUE SUCITO ESE ENCUENTRO Y LA INTEMPESTIVA SENSACION DE REGRESAR A DONDE NO SE QUERÍA.

Al segundo timbrazo el Señor Oros, dejó que la mecha de la melancolía se rebanara sin dejar rastro y al clamor del ring ring llegó a la puerta.

-Buenos días- le espetó una voz enganchada a un rostro de mediana edad acostumbrada a recibir los malos humores cuando se abría una puerta. -Buenos- respondió el Señor Oros más por rutina educada que por convicción anímica.

-Le venimos ofreciendo el nuevo Diccionario idiomático del español…

-Pare, pare, no estoy interesado. Gracias.

-Permítame mostrarle los beneficios de poseer un Diccionario en casa.

-Gracias, pero no.

-Espere… espere. ¿No es usted el Señor Oros?

-Soy.

¿No me reconoces? … Fabricio Morales… fuimos compañeros en la Secretaria de Desarrollo.

-¿Fabricio Morales?... eso fue hace más de diez años.

-Catorce cabalmente.

-Pasa- invitó el Señor Oros escudriñando en su memoria esos tiempos ya empolvados por el deseo de olvidarlos. - ¿Quieres un café?... Toma asiento.

-Gracias. Nunca pensé volverte a ver. Prácticamente desapareciste, nadie en la oficina sabía qué te había pasado, te fuiste como las chachas; ni un adiós. Te buscamos, eras querido ¿lo sabias? No es reproche, sólo quiero decirte que todos te extrañamos. Con dos tazas de café, el Señor Oros mostraba una sonrisa mecánica y con la mirada trataba de refugiarse en el librero buscando angustiosamente El Miedo a la libertad de Erich Fromm. Al encontrar el lomo amarillo con una cinta anaranjada de editorial Paidós, recobró el resuello y con su habitual firmeza contestó

-Me fui porque ya no estaba a gusto y me chocan las despedidas, es mejor irse y cortar la estela. - No te voy a contradecir pero…

-Desde que murió Luz, ya sólo vivo para mí. Si lo puedes entender, bienvenido.

-Lo entiendo. Lo entiendo.

Sergio Astorga

tinta /papel 20 x 30 cm.

jueves, 24 de marzo de 2011

El Señor Oros II

DE COMO EL SEÑOR OROS SE SUMERGE ENTRE SUS LIBROS, LAS CAVILACIONES QUE LE PROVOCAN Y EL ABRUPTO DESPERTAR PROVOCADO POR UN INSULSO TIMBRE.

Complacido y sin esfuerzo, el Señor Oros a veces se quedaba como objeto de pensamiento, como si lo que es, una persona que encabeza su cuerpo, sólo fuera apenas una proyección, un proemio emocionado de un canto a sí mismo. Una simple taza de café y un pan con mermelada producían, el ya tan conocido efecto de introspección a la infancia que era recobrada de un tiempo ya perdido. Tal vez por ser café y no té, el efecto que debía haberse prolongado se truncó y el Señor Oros, extemporáneo, se dirigió a su librero a verse entre ellos, los libros, para raspar en su retentiva esa edición de la Colección Austral de Espasa Calpe, El Criterio de Jaime Balmes, pero cuál no sería su sorpresa que en su búsqueda redescubrió de la misma editorial a su tan apreciado Robert Burton y su Anatomía de la Melancolía. Cambió de criterio y tomó con melancolía ese pequeño y marrón librito que tanto le sugestionó de adolecente cuando iba a la librería Parroquial, por los rumbos de Clavería y transitaba largas horas en sus tres pisos repletos de libros repasando y escondiendo los libros en diferentes estantes para evitar que otras manos pudieran llevárselos y él pudiera regresar al día siguiente para comprarlos. Te acuerdas la turbación que sentiste cuando viste el libro de Burton, cambiaste de opinión como cambiaste hoy, y devolviste el libro de Ortega ¿Qué es filosofía? Y regresaste a casa leyendo ávido, caminando sin importarte que varios coches estuvieran a punto de arrebatarte tu interés. Como en aquellas épocas el Señor Oros se sumió de nuevo en sus pensamientos. Es mi casa, se dijo, este mapa mental es el pan, es mi casa, cuando pienso en lo que soy, sufro de esta bilis amarilla y me resbala el alma y cae a la consciencia que es lo peor, porque entre cientos de bocas que hablan, ninguna se parece a la mía. Porque aunque esta camisa es mía y me lavo lo que ensucio y cabeceo sin salir del sueño, sigo sin encontrar el botón que me reafirme. Es verdad guardo los días y aunque la tierra navegue a 30 km/s al rededor del sol sigo siendo yo y mi librero. Y me viene a la cabeza ese bulto de ser la bilis negra. Si hablo conmigo es porque mi lado izquierdo se incomoda. No lo sé. Cuando siento que no hay días que guardar, regreso a mi oficio de hombre extraviado. Mi cuerpo es un combustible.
Sentado en un sillón con el libro sobre las rodillas el Señor Oros, se dejaba llevar por sus habituales combustiones olvidando que el timbre sonaba brioso y a pelo. Adolorido, duda, no reconoce los sonidos, imaginando que la melancolía suena alta.
Sergio Astorga

Tinta papel 20 x 30 cm

martes, 22 de marzo de 2011

El Señor Oros

DE COMO ES PRESENTADO EL SEÑOR OROS EN UN DIA CUALQUIERA, DE COMO SE SEÑALAN ALGUNOS RAZGOS DE SU TEMPERAMENTO, SU SALIDA AL BANCO, SU REGRESO, Y LO QUE SUCEDIÓ EN ESTA PRIMERA ENTREGA.

Hombre espontaneo de cráneo duro y sereno, el Señor Oros nunca permitió que sus manías afectaran sus más aferradas convicciones y si alguna vez se quejó, de inmediato acomodó sus quejumbres como se acomodan los platos en la alacena. Inocente aún a pesar de sus edenes manirrotos, creía que sus lecturas de infancia podían salvarle de cada situación de atropello, pasmo y embeleso que el mundo le brindaba. Atesoraba la edición de Sopena del Sí de las niñas, de Moratín, joya indispensable en su cómoda nocturna; desde su adolescencia no lo había vuelto a leer, pero evocaba la pálida ceniza de un sí, nunca dicho y siempre esperado. Menos inquietud le causaba su Dickens, La Historia de dos Ciudades, aplacaban sus cosmopolitas afectaciones. Pero su verdadero tesoro era la edición de 1942 de Editorial Sopena, El Anticuario de Walter Scott, en ese libro depositaba su punzante deseo de identidad, pero a decir de sus amigos, más que devoción al libro le entretenía el misticismo que según él, envolvía el concepto de guardar. Viudo por convicción, vivía calmoso como si su propio día a día fuese un epistolario venerable.
El Señor Oros tiene los pómulos recios, bien definidos, sin amargura en la frente y una voz firme, como de maternidad tibia y creciente. Si no fuera porque un tedio lánguido se presentó de improviso entre sus hábitos no sabríamos de su existencia. La fatiga de su traje, de un negro oscilante, tuvo que soportar otra puesta y enfrentar las miradas licenciosas del gerente del banco, que sin entusiasmo, le informaba de nueva cuenta que su dinero no recibía mengua y que gozaba de un buen capital. Ese día tuvo la impresión de que sus ahorros se secaban como el véspero por su ventana. Conciliado el sobresalto regresó a su casa con ese paso urgente del que ha salido aquejado más por la duda que por la necesidad. Buscó sus llaves en su bolsillo; metió la llave en la cerradura y empujo con todas sus fuerzas con la mano izquierda al enmohecido zaguán. No le gustaba alterar sus planes, y esa salida al banco, retrasó la preparación de su café con leche, pan tostado, mantequilla y mermelada de fresa, los lunes, miércoles y viernes y de piña los martes y jueves; sábados y domingos desayunaba fuera de casa. Reconquistada su autoconfianza volvió a sentir su cálida vida discurrir. Se miró al espejo, una imagen confidente le respondió fluctuante entre la bruma del invierno de su edad y el brote afectuoso de su indiferencia. Entornó los parpados y buscó los lomos de sus libros que en hilera repasaban las horas de silenciosa lectura. Hoy como nunca- se dijo, será venerable prolongar mis lecturas. Bebió su café y untó la mantequilla y mermelada como se escucha esa íntima aria fratricida.

Sergio Astorga
Tinta/papel 30 x 45 cm.