jueves, 18 de octubre de 2012

Por las galleras



Al final del patio - las galleras con sus puertas de alambre, sus paredes de cal y los techos de lámina negra de cartón - habitaban los gallos de pelea, los héroes defensores contra los espíritus que deambulaban por la casa de Simona. Abuela blanca como la leche que desvariaba por las habitaciones afectada por la falta de riego en su cerebro. Grano a grano fue perdiendo la arista de la realidad y los oleajes de sus espectros, dejaban el surco para las visitaciones incandescentes, que de niño, con febril respiración miraba pasar. Altivos, los gallos de pelea cantaban uno a uno sin mezclar sus voces. 

Con el buche lleno después de haber comido su maíz combinado con huevo cocido o sardina para que la pluma brillara; parecían pavorreales dominicales, rascando la paja en su gallera y desafiando al otro, ya giro ya colorado, para futuros combates que nunca vi.

Yo les tenia miedo, cuando me acercaba se excitaban para mostrarme su espolón. Muchas veces recibí un aletazo seco o un picotazo irascible en mi brazo, por eso al darle de comer le tiraba un puñito de maíz para engañarlo y con la otra mano, le dejaba la comida en su lata de aluminio. Triunfante tomaba la cubeta y me iba al pilancón para llenarla con agua para darles de beber, ellos, frenéticos devoraban su maíz rechinando sus picos contra la lata en una cacofonía delirante. Saciados, bebían mucha agua para que la pechuga creciera al doble. Los gallos eran anónimos, sólo uno o dos merecían un sobrenombre: “El bravo” ‘El sobreviviente” los demás los identificaban por signos corporales, la cresta chueca, el pico negro, la pluma jaspeada, el espolón como papa. Yo nunca supe distinguirlos, me provocaban dos sensaciones opuestas: el respeto que se tiene a un gladiador y el miedo a lo sobrenatural, ellos, los gallos de pelea podían presentir las visiones de un mas allá, tejido por historias familiares.

Cuando la noche llegaba y sus parpados se abrían me crecía la espiga del miedo. La abuela comenzaba a platicar con la tía Jocoba, muerta hacía más de veinte años y el Conde entraba por el zaguán con su traje de levita. Los gallos comenzaban a agitarse incómodos, aleteaban como si quisieran alejar a los visitantes.Yo, escondido en la cocina, abría los ojos tratando de ver al conde o al guardián del tesoro, que vigilaba, me decían, los talegos de oro enterrados a un lado de la gallera. Clavado en el piso, sin moverme, escuchaba la reparación de los gallos y la angustia de mi abuela preguntando:-Tía Jacobita, ¿dónde estas? Tenemos que darle la leche al niño.

Los gallos ya no existen y Simona encontró a la tía Jacoba, pero al final del patio siguen las galleras, y huérfanos,  el Conde y el guardián siguen penando por el patio. 

Sergio Astorga
Acuarela/papel 30 x 50cm