miércoles, 11 de marzo de 2009

La Ciudad Corporal

Tenemos que llegar por sorpresa como ese polvo añil de la mañana. Prudentes, en traje de brea, como si las derrotas anteriores nos dieran un gesto de guerreros y guerreras triunfantes.
Antes de entrar tenemos que tirar el tamo de los bolsillos, sacudir las palabras infieles que nos bañan y morder el dátil, ese dátil carnoso como labio.
Hay un edicto que no puedes olvidar escrito sobre piedra a la entrada de la Ciudad Corporal, que nos advierte: “aquel que se atreva a tocar estas paredes, será expulsado y condenado a sufrir callosidades en los dedos hasta que pierda el sentido del tacto”.
Si decides continuar no habrá lugar para la compunción, tendrás complacencias paralelas, porque al caminar por sus calles sentirás que son de piel y una fresca aventura olvidada entrará por tu nariz.
Por cada bocacalle un sinnúmero de torsos señalan la entrada a las casas de dos cuerpos, sostenidas por pilares que parecen muslos y ventanas que parecen vientres y como un cuello que se estira, la luz desnuda ilumina los cuartos interiores.
Se vive bien por unas horas, es mejor no pasar la noche entre sus calles, puedes morir de asfixia, las casas se van acercando poco a poco hasta fundirse en un abrazo que despierta movimientos terrestres que derrumban, si son intensos, manzanas enteras, y un olor alcalino se adueña del terreno.
Acezantes, intranquilos, queremos regresar al poco tiempo para juntar las semillas que dejamos caer en la partida. Por eso en tanto llega esa visita, labramos nuestras noches en la ciudad que tiene nuestros hábitos, cavilando que tuvimos compañía.
Sergio Astorga

Acuarela/papel 20 x 30 cm.