martes, 15 de septiembre de 2015

La sombra de la hoja se columpiaba por la noche


La sombra de la hoja se columpiaba por la noche. Caía a la par de la luna hasta fundirse en el caparazón de tu pecho. Emblemática y subterránea donde se extrae el humeante sexo del paraíso. Las preguntas son el tegumento de infinitos laberintos de tus muslos. Errante, gravito para sentir la entraña errante. El rocío ascendía a las copas de la frente y un derrumbo de claroscuros las tiznó de rojo. Parece que apresurar el paso no sirve de nada, es como dejar que el encaje se olvide del hilo del que fue hecho. Sé que es un teatro, donde la batalla nunca se mira en escena. Ordenar las convergencias, apretar los labios y coincidir en un minuto específico, en ese instante en donde se juntan las noches anteriores y esos moteados recuerdos que recuperan esa masa informe de olvidos. La ceremonia siempre arrastra sus sílabas. Cristaliza la luz y clava una dureza en medio del pecho. Cuando parece que aglomeradas las sílabas hacen palabra, siempre hay un nabo que desentona y una musiquilla giratoria aparece y desaparece. Parecen abejas giratorias que buscan y rebuscan una miel que no se encuentra. Esa musiquilla, sin tregua, soltaba las tuercas de la noche y agazapados los temores se esforzaban en los rincones. Resistentes, trepaban uno sobre otro como esos monos que brincan de rama a rama. La transición de la imagen era como un llamado inaudible, como ese triángulo isósceles con los lados dentados.  Como si una pezuña pisara la noche, una oblicua sensación de espanto envolvía la cara con ese sudor que te bajaba detrás de las orejas y llega hasta las rodillas. La danza del amor entonces fue imposible.  Si no se tiene la llave uno sólo corre por corredores que nunca llegan al territorio del santo grial. Decapitados, el eros y el tánatos socarrones, saben que mañana volverán como calamares en la marea alta. En su tinta, la noche husmea sus confines.