sábado, 4 de abril de 2009

San Quintin V

Después del reparto de trabajadoras, nos dirigimos a los albergues donde teníamos permiso. Entramos por una vereda muy estrecha y empezamos a subir una colina, al llegar a la cima estaba el albergue. La impresión fue aterradora. Nunca me imaginé que me encontraría de frente con la miseria.
La fotografía que tienes ante los ojos es testigo mudo.
Barracas echas de cartón, detenidas con el sobrante del estacón, cubiertos con los plásticos negros que se usan en los campos. El piso es de tierra, llegan pipas con agua potable? Que se almacena en cubetas o tambos; ropa tendida, niños descalzos, desnutridos, sucios, mocosos, extrañados de que vinieran a tomarles fotografías; mujeres jóvenes (13-14 años) lavando, cocinando o cuidando a los niños. Cuando los niños no están en edad de trabajar quedan a cargo de las mujeres mayores o de las tías. Hermanas o vecinas. Guarderías ni pensarlo, escuelas para qué. Podrás observar que televisión no falta, antenas rusticas se elevan como faros de civilización ridícula entre tanta carencia.
Temblando, empiezo a tomar fotografías de las condiciones de ¿vida? de los jornaleros agrícolas.
Otra vez la paradoja, la pobreza, la fealdad, tienen una estética muy sugerente, hay un belleza formal (plástica) muy rica. Altos contrastes, texturas, dinámica de planos, conmoción. La alegría es un poco plana, plásticamente hablando. Tenía que pensar así, si quería continuar tomando fotografías. Pensar y sentir como corresponsal de guerra. Frío, calculador, sin dejar que el sentimiento te atrape. Buscar la toma, el cuerpo despedazado por la bomba, la cabeza sangrante entre la trinchera, sí, como fotógrafo de guerra, envuelto en pañuelos de nieve para no sentir el dolor del otro.



Al terminar el rollo, subo a la camioneta para ir a otro albergue. Las condiciones no varían. Sólo algunos detalles. Existen en el mismo albergue secciones étnicas, de Oaxaca y Guerrero principalmente, en una sección están asentados los Triquis, en otro los Mixtecos, los Zapotecos. Son pueblos que en sus comunidades de origen tienen conflictos ancestrales y se odian entre ellos provocando luchas internas.
En otros albergues existe una leve mejoría, las casas son de madera, esto es gracias a que en el norte del país, las sectas religiosas (evangelistas o testigos de Gehova) han penetrado y ofrecen mejoras a cambio de su filiación. Esto provoca conflictos serios entre los adeptos de una y otra secta con los que tienen creencias católicas. También están asentados partidos políticos que compiten para tener adeptos para las elecciones ofreciendo mejoras en la vivienda. Convirtiendo a los albergues en botín de intereses. El alcoholismo, el hacinamiento, la promiscuidad son los rasgos de la convivencia. Venir de de tan lejos para esto preguntarás. Sobrevivir, tener la ilusión de mejorar es el motor de los sueños que se desvielan al enfrentar la realidad.
El regreso fue silencioso, agotador, todo un día al rayo de un sol despiadado y un panorama cruel. Me dejan a la puerta del Motel Chávez. Un baño caliente y a comer. Tenía mi paraíso a unos cuantos pasos. Voy a él. Una familia de americanos festejan un cumpleaños de un tipo aflautado y cacarizo enfundado en una cachucha de los Broncos de Denver. Me siento en la mesa en la que comí ayer, mi mesa será en lo que resta de la semana. El mesero, más cordial, ya sabe que soy huésped distinguido, fotógrafo de as estrellas, me da la carta, y mientras decido el platillo que me devolverá el aliento, le pido mi sangría natural. Estoy tentado a pedir de nuevo la brocheta marinera, pero me decido por un spaghetti y un T. Bone (término medio) con papa al horno. El spaghetti en salsa de jitomate se enredó en mi paladar dejando aromas de jardín florido.-“Otra sangría”- Por favor. Al llegar el T. Bone el éxtasis contenido en plato blanco. No sé si el hombre de Java o el de Pekín serían concientes del placer carnívoro si no es así es una lástima, tal vez hubieran tenido pensamientos refinados más pronto. Con altivez de homo sapiens sapiens regreso a terminar los carteles.
Trabajo hasta la una de la mañana, esperando que la noche pase rauda, indiferente, lejana y bienhechora.
En la mañana después del baño, escucho el motor de una avioneta volando muy bajo. De inmediato me visto, tomo la cámara y salgo corriendo. Sin proponérmelo se presenta una oportunidad muy deseada. En el campo de cultivo cercano al motel la avioneta fumiga los campos. Tenía conocimiento de que la fumigación se realizaba aún cuando los jornaleros estaban en plena pisca. Entro al surco con la cámara y veo venir a la avioneta, a una altura de 10 metros, a ras de campo, abre la compuerta y deja caer el fertilizante, una lluvia fina me baña de pies a cabeza, la avioneta levanta el vuelo y regresa ahora en sentido contrario, otra estela de fertilizante me deja empapado. Los jornaleros (hombres y mujeres) seguían piscando inmutables al baño del agroquímico.
El fertilizante provoca quemaduras y cáncer en la piel. Muchos jornaleros mueren por éste motivo, ya que están expuestos durante largos periodos y como la higiene en su persona es mínima las consecuencias son fatales.
Empapado y con la certeza de que tenía las fotografías que comprobaban esta acción criminal, regresé al Motel. En el trayecto y con la luz del sol en mi cuerpo empezaba a sentir la piel caliente, rasposa y un olor picante, ácido. El químico en acción. Tuve que bañarme de nuevo y llevar toda la ropa a la lavandería. Limpio por segunda vez, llevé los rollos que había tomado en los campos y en los albergues a la seudo oficina para que los enviaran a Ensenada para el revelado. Tenía parte de la mañana libre, así que pasé a mi paraíso. Unos huevos estrellados con jamón, jugo de naranja y café con pan tostado me devolvieron las ganas de seguir con los carteles. Trabajé hasta las tres de la tarde y salí a estirar las piernas. A la orilla de la carretera me encontré con un tianguis (mercado ambulante) a estos vendedores les llaman globeros, en éste mercado puedes encontrar de todo: estufas, lavadoras, refrigeradores, ropa de segunda mano, herramientas, equipos de sonido, todos traídos del otro lado (USA). Compre unas plumas de caligrafía sheaffer, que todavía conservo, muy baratas. Compré además tinta china sepia, azul, amarillo y negro para los carteles y unos plumones de colores buenísimos.
Los globeros visitan una vez por semana los campos y los albergues para vender sus productos. Les llevan también comestibles: huevo, carne, frijol, arroz, aceite, que los jornaleros compran si tienen dinero. En los albergues hay tiendas que les fían (crédito). Son una especie de tiendas de raya, así que el jornalero siempre está endeudado
Después de mis compras y con mis plumas bajo el brazo, volví a mi encierro a continuar con los carteles, el de la jornalera estaba casi listo y los otros cuatro los tenía a la mitad. A las siete de la tarde suspendí y volví a mi paraíso a repetir la dosis de felicidad: brocheta marinera y sangría natural.
El viernes por la mañana la inquietud no me dejó desayunar a gusto. Fui a la oficina para ver si ya habían llegado las fotografías reveladas. Al entrar, sobre el escritorio ya las tenían esparcidas. Al mirarlas me volvió el color a la cara. No estaban nada mal. “Oye –me dice el coordinador- se ve que ya tienes experiencia en los campos”. Muchísima, le contesto, mientras fascinado recordaba cada detalle de las tomas.
Realizamos la selección y empezamos a montar las fotografías en unas cartulinas, todo muy rustico, como si fuera el periódico mural de la escuela primaria “Mártires de la Libertad”.
Regresé al Motel por los carteles y nos fuimos junto con las cartulinas y las fotografías al lugar donde se realizaría la Feria Regional. Montaríamos todo, porque la Feria comenzaba el sábado por la mañana. El lugar de la Feria era un campo de beiseball, por el jardín central había unos juegos mecánicos (rueda de la fortuna, carrusel) por el jardín derecho se instaló un palenque (pelea de gallos) y entre la tercera base y el jardín derecho estaría la exhibición del programa y de los productos agrícolas de la región, así como los avances tecnológicos en el ramo de la agroindustria, eran unos cuartuchos de 2 x 4 m. improvisados con tres paredes cada uno, el nuestro era el “stand” 22. Como techo estaban colocando unos hules azules. Al ir avanzando el día, con el hule por techo y un sol rencoroso, era aquello un invernadero humano; las fotografías se despegaban y tuvimos que usar tachuelas. En la pared principal pegue el cartel de la jornalera y los otros junto con las fotografías. Al terminar el montaje regresé al Motel a quitarme la ropa y a exprimirla. Un baño reparador y al paraíso por última vez a continuar con mi dosis.
Con la calma del deber cumplido prendí la televisión, y al poco rato me quedé anclado en un profundo sueño.
El sábado llegó puntual. Arreglé la maleta, al día siguiente regresaba a la Ciudad de México, y salí rumbo a la feria. Al llegar, me dicen que el cartel de la jornalera se lo habían robado, no hay mejor halago, ni mejor crítica que un dibujo provoque el deseo de llevárselo aunque sea sin pagarlo. El día pasó sin pena ni gloria, una Feria Regional insulsa. Lo que más importaba para la gente eran los juegos mecánicos y emborracharse. Por la noche me invitan a los gallos. Comí sólo un hot dog, suspiraba por mi paraíso perdido. A media noche me dejan en el Motel y me prometen que me recogerán a las nueve de la mañana para llevarme a Ensenada.
Con la maleta lista de un domingo limpio, dan las nueve, dan las diez y mi vuelo salía a las cinco de la tarde en Tijuana. Como novia de pueblo: vestida y alborotada soporté el plantón. El autobús para Ensenada salía a la una de la tarde, así que tenía que buscar otra solución. Caminé con mi maleta casi dos kilómetros para encontrar una base de taxis que me llevara a Ensenada a la terminal de autobuses. Pasaron minutos de angustia hasta que encontré a uno que quiso llevar, casi todo el dinero de mis viáticos que había ahorrado se me fueron en el taxi. El recorrido fue ameno, la plática del taxista era muy sabrosa, me contó de su familia, de sus hijos, de sus novias, yo sólo intercalaba algunos comentarios, porque el taxista no paraba de hablar. El viaje de tres horas pasó sin sentir. Llegamos a la estación de autobuses de Ensenada. A Tijuana salen camiones cada quince minutos, así que no tuve problemas. El viaje dura una hora, así que cómodamente veía como el mar aparecía y desaparecía a lo largo de la carretera en un coqueteo interminable. De nuevo la falla de San Andrés impactante y el mar azul, siempre azul.
En la terminal de Tijuana tomo otro taxi para el aeropuerto. Llego a muy buena hora, documento y paseo por la terminal. Poco a poco la terminal queda repleta de viajantes, todos vienen de los Estado Unidos, mexicanos que regresan para ver a sus familias.
El vuelo fue tranquilo, a pesar de que iba repleto. Tres horas de ver el cielo perder luz. A las once de la noche llego a la Ciudad de México, una noche lluviosa y gélida me reciben. Siento que han pasado muchos años desde que salí.



Por el surco del recuerdo tendré que piscar al tiempo.
Sergio Astorga.
Próxima parada Zonas de expulsión: Oaxaca