viernes, 23 de septiembre de 2016

Cada quien su ojo


Dicen que el mundo entra por los ojos. La finitud también. Su mirada era como un candado, rombo y crudo. Todos los martes, como un rito visual, la Señora ojiazul se sentaba en la mesa que mira a la barra. Ella sabía que todos no le quitaban el ojo de encima, hasta el niño de siete años, sobrino de la dueña del café, se petrificaba a su hechizo. No preciso decir que los señores, pródigos en fijar la retina, lagrimeaban lascivos, reclamando la atención de ese azul insensible, concentrado en tomar su té de azahar. Era fácil atisbar que la señora provocaba mal de amores y posiblemente ella, mutilada por el maleficio de algún recuerdo, se quedaba narcotizada oteando no sé que visión amorosa.
Nunca escuché el timbre de su voz, y transido por la imagen, reconozco que el dibujo la retrata, como una Scheherazade de mi psique en un vistazo hinchado de utopia.