jueves, 2 de abril de 2009

San Quintin IV

La fotografía nos muestra a una ruda y curtida mujer jornalera después de la labor. Del lado izquierdo podrás notar que la planta ya está muy crecida, ya produjo todo lo que tenía que dar. Cuando ya se agotó la producción, entran las maquinas a limpia por completo las parcelas. Después se quema, se deja descansar la tierra y se vuelve a preparar para el nuevo ciclo agrícola. Las montañas de plástico negro (mangueras) son impresionantes, no pueden usarse de nuevo, el plástico se quiebra por la humedad y el sol. No sé cuál sea el destino de esa manguera.


En la siguiente fotografía están las mujeres jornaleras en plena acción. Puedes apreciar la vestimenta (motivo del cartel que ya viste) es característico a lo largo de los centros de producción agrícola. Podrás notar también que las mujeres llevan sus niños a la espalda, niños en edad escolar, jóvenes adolescentes. Todos tienen que trabajar para aumentar sus ganancias y posiblemente ahorrar para cuando regresen a sus comunidades de origen.
Habrás notado las jornaleras llevan una bolsa de plástico, ahí lleva el almuerzo de la familia, que realizan a la una de la tarde, para continuar en la labor hasta las cinco.
La camioneta por fin llegó, la trabajadora social y el chofer emprendimos el viaje a los campos. Inquieto, revisaba mi cámara, una Pentax 35 mm. Llevaba diez rollos a color. No tenía tiempo de equívocos ni de temores. De repente por la ventanilla aparecen los campos, una fertilidad inesperada, después de tanta aridez. El valle es inmenso y es notorio como la tierra se transforma en fértil, su consistencia y aspecto es diferente, sentía que al pisarla germinaría.


Los jornaleros en plena acción solo nos devolvieron el saludo y una indiferente mirada. Miré al cielo, un azul acerado, frío, el sol cubierto por una nubosidad baja y fresca, ideal, pensé; cuando la luz del sol es muy intensa, los reflejos y contraluces son un obstáculo, yo quería fotografías descriptivas no artísticas. De inmediato me metí por los surcos; hablar aunque no te entiendan, sonreír, bromear, tratar de que los jornaleros no se sientan incómodos, atacados, observados. Muchos, sobre todo comunidades indígenas, no les gusta ser fotografiados, dicen que se les roba el alma. Así que ganarse su confianza es fundamental y no estorbar en su labor. El encuadre tiene que ser rápido, preciso, la gente se mueve, no se detiene a posar. Moverse por los surcos con agilidad, correr, inclinarse, agacharse, buscar la toma, el instante preciso; se empieza a sudar como ellos, a ser con ellos.
Cambiar de rollo, subirse a la camioneta y continuar el viaje a otros campos. A veces la división entre campos (entre dueños) está marcada por una hilera de árboles, formados como batallones, que se inclinan por la fuerza de la brisa y que sin perder del todo la vertical parece que todos te miran de lado. Aparte de servir de límite a las propiedades, protegen los cultivos del fuerte viento.
Ese día recorrimos seis campos. Teníamos que ser muy selectivos, no visitamos todos, el valle es inmenso a uno y otro lado de la carretera, el tiempo apremiaba y con el material recabado era suficiente para la exposición.
A las “oficinas” llegamos a la siete de la tarde. Satisfecho por la experiencia pero inquieto por el resultado, me fui caminando al Motel Chávez, un baño reparador y a comer. Como método, cuando salía a tomar fotografías desayunaba muy ligero, un jugo y un café. Durante el día agua para evitar la deshidratarse, y comer hasta que la jornada había terminado. Trabajar todo el día al rayo al sol, no se antoja comer y si lo haces, los alimentos se te fermentan y te sientes pesado, somnoliento y de mal humor y por si fuera poco no hay baños. Al final de cada campo están unas letrinas, que pocos jornaleros usan, y que son comunitarias (la misma para mujeres y hombres y niños) así que ya te imaginarás el estado en que se encuentran.
Con este panorama, pensaba que regresaría a casa con varios kilos menos, en los huesos, pero la sorpresa me esperaba en el restaurante del bien recordado Motel Chávez.
Entré y el lugar estaba vacío pero muy agradable, manteles blanquísimos, luz tenue, presagiaba buenas cosas. El mesero muy correcto me da la carta, menú interesante, precios sensatos. Pido un arroz blanco y una brocheta marinera (término medio) y una sangría natural (sin vodka). ¡el paraíso! Cuando pruebo el arroz: ¡de una consistencia, con un sazón únicos! Lo devoré, no sólo era el hambre que traía, estaba estupendo, a veces las ganas de comer te impiden reconocer los sabores, pero aquí, el placer era completo. Pido otra sangría, la última (no acostumbro beber y menos solo) y era ambrosía, néctar de los de los dioses. A lo lejos veo al mesero traer mi brocheta marinera, cuando está frente a mi, juro que era como ver a Palas Atenea o Afrodita, te parecerá hiperbólico, exagerado, pero si la hubieras visto y comido, estoy cierto que opinarías lo mismo.
La brocheta marinera es como las espadas brasileñas, sólo que aquí son pequeños trozos ensartados: tocino, pimiento verde, jitomate, cebolla y camarón, después otra capa de tocino, pimiento verde, jitomate, cebolla y carne de res (filete) y así sucesivamente. Puede ser al carbón o a la plancha, como guarnición arroz rojo, y por supuesto, termino medio para que la carne esté en su jugo. Y ¡al ataque! Mar y tierra unidos en la boca de un mortal. Después de tal acontecimiento la vida cambia. Orondo regreso a la habitación a trabajar en los carteles.
La mesa de tocador me sirve para empezar a bocetar. A media noche me asalta la sensación de la distancia, prendo el televisor y trato de ver una película, la que sea, a pesar del cansancio no quería dormir, muchas veces me pasó, un día intenso y al llegar al cuarto de hotel tener el presentimiento que al abandonarse al sueño uno despertaría distinto, con otra identidad a causa de noches no conocidas en lugares lejanos. Es un temor incongruente, como todos los miedos, porque al despertar sigue uno siendo el mismo irremediablemente.
Por la mañana parece que la noche no ha dejado huella; un baño riguroso, pantalón de mezclilla, camisa de algodón de manga larga, unas botas todo terreno y la cámara al hombro, atuendo irreprochable para buscar un buen día.
Me encamino al remedo de oficina para esperar la camioneta y a las trabajadoras sociales que nos llevarán a los albergues. Tomo un café. Empiezan a llegar un regimiento de mujeres, todas muy jóvenes, quince en total. Me explican que son trabajadoras sociales del programa que también esperan la camioneta y ser repartidas a los distintos albergues. Cuando los albergues están muy lejanos (de cinco a diez kilómetros) son llevadas por la camioneta, los que están cercanos, a unos cuantos metros sobre la carretera, las trabajadoras sociales realizan el trayecto a pie.
Legó una panel y comenzamos el recorrido. Fuimos repartiendo a cada una en sus respectivos albergues, a varias solo se les dejaba a la orilla de un camino de tercería y las trabajadoras tenían que continuar caminando.
Para poder entrar a un albergue o a un campo (field) le llaman los lugareños, tienes que obtener un permiso especial que tramita la trabajadora social con el administrador o el capataz. La entrada está restringida, puedes llevarte un buen susto, por arrojo dos días después entré a tomar fotografías a un campo donde se cultivaba el melón, llegó el capataz machete en mano y tuve que salir corriendo con el Jesús en la boca y el corazón retumbando en los oídos.
Sergio Astorga (continuará)