miércoles, 21 de mayo de 2025

La paciencia es una virtud

 

Con la camiseta empapada y las botas de hule envueltas en lodo, traía las tijeras de corte en la mano derecha, en la izquierda un pañuelo azul que metódicamente se pasaba por la frente. Su rostro fiero, como un Atila, ya sin territorio, buscaba la botella de agua con güisqui. Daba por terminada la jornada jardinera.

Dos semanas con una lluvia incesante, su camisa de franela mojada le daba una apariencia salvaje, de mujer triste. No sabe por qué, de repente una tarde de septiembre se le encharcó el alma como hoy.

- Ya está la cena, le gritó desde el vano de la puerta, mirando los rosales repletas de botones a punto de reventar. – ¿No me oyes, Manuel? La cena está lista. Suceda lo que suceda ella estaba triste.

Manuel, dejó las tijeras, dio dos tragos a la botella y comprendiendo que el resto del día sería atroz, se quitó las botas, las dejó a un lado de la puerta. Descalzo, con la espalda curva, se sentó a la mesa.

- Podrías ponerte uno zapatos secos, cenar descalzo es de mal gusto. Me enfermas.

Manuel le dio un beso, como para sanarla. Hoy parece que serás más mamá.

Volvió con unos zapatos de goma, sucios como si caminaran entre cenizas. ¿Por qué lloras, mamá?

- No lo sé. Estoy harta. No me gusta dormir de día. Este aguacero me mata.

Manuel comenzó a sorber la sopa de espinacas. 

- ¿Podrías comer en silencio? El diluvio y tú me están matando.

Resignado, Manuel, se concentró, blandiendo la cuchara como un consumado violinista. ¿Ya te enteraste?... La tía Menas se murió.

- Ya era tiempo. Que se queme lentamente, porque estoy segura: el infierno es su destino.

- ¿Existe en tu vida alguna persona digna? Preguntó Manuel, sirviéndose un plato de papas cocidas con cebolla, tenía hambre así que no le hizo el feo al guiso de cerdo y se sirvió abundantemente.

- Dignidad era lo que no tenía la tía Menas, mira que robarle todo a su pobre marido enfermo. No esperó a que se muriera. No soporto a las personas que no tienen paciencia.

- La paciencia se acaba, cuando se abusa, dijo Manuel, chupando un hueso hasta dejarlo blanco y seco.

- No me convencerás. La tía Menas era una vinagreta.

- Será una linda noche, tan fresca como esta agüita, dijo Manuel, limpiándose con la manga de la camisa los labios.

- Yo no tengo sueño. Voy a poner música. Dormir de día me deja triste.

- Como quieras. Manuel entendió que escucharía las mismas canciones una y otra vez. Se levantó de la mesa, volvió la cabeza y le dijo a su mamá: No abras la ventana porque se meten los mosquitos y yo necesito dormir.

Un gran suspiro se aferró en el rostro de la mamá, llevó los platos a la cocina, apagó la luz y a tientas encendió el giradiscos. El único disco que le quedaba giró, con su mano huesuda y temblorosa levantó la aguja y la dejó caer en el disco. De repente la templada voz de Lucho Gatica se apropió de las paredes. Los rosales parecía cabecear al ritmo de la voz. La mamá tumbada en el sofá se dejó llevar por sus recuerdos. La tía Menas, en el dormitorio, desnuda, insinuante, le tocaba los muslos, el pelo, los senos. Como tantas otras noches, el jadeo mojaba su camisa de franela. Abrió la ventana. Entraron los mosquitos. Giraban rítmicos como la voz de Gatica.

Manuel, rascándose la oreja izquierda hinchada de tantos piquetes, miró a su mamá recostada en el sofá moviéndose lúbrica, la tomó de los hombros, la sacudió. 

Había perdido la paciencia.