martes, 7 de julio de 2009

Fuegos de Independencia

Un cuatro de julio de rostro diferente, aquí en estas tierras, en un tiempo, trece colonias inglesas, declararon su Independencia de la Gran Bretaña. Ese fue el comienzo de lo que ha sido un Imperio y todos los caminos del día anunciaban su celebración.
Aquí en Los Álamos, alejados de las grandes urbes, subidos en la meseta de Pajarito, rodeados de cañadas y del acelerador de neutrones imantando furibundas velocidades, podemos ver algunas banderas en las puertas de las casas o en los jardines, discreción, reserva, mesura ¿indiferencia? Nada que pudiera parecer jubilo, algarabía, un adusto deseo de rememorar. Sí, así es en los Álamos, como si todos los doctorados que lo habitan buscaran la discreción, la confirmación que la independencia, la democracia y los derechos ganados ya no tienen vuelta atrás.
Leemos un anuncio en el Banco: celebración del cuatro julio en White Rock, fuegos de artificio, desde las dos de la tarde puede llegar y realizar su picknick y a las nueve de la noche comienza el espectáculo de luces “made” in China o Taiwán, tal vez.

White Rock esta a unas 10 millas de los Álamos, es una zona habitacional rodeada de las Montañas de Jemez, con el río Grande pasando hacia el sur. Es una ciudad que se reconstruyo en el año de 1963, existe un gran cañón con vistas esplendidas y en algunas zonas se puede encontrar prehistóricos petroglifos.


Decidimos asistir, con la ventaja de que podíamos dejar el automóvil en el estacionamiento (explanada abierta) de la Universidad de New México y tomar el Atomic City Transit. Este transporte es completamente gratis, diariamente recorre la ciudad de los Álamos por diferentes rutas y con paradas específicas, así que tranquilamente podíamos tomar el transporte de ida y regreso sin ninguna dificultad.
A las cinco de la tarde llegamos, nos dieron agua, un mapa y subimos al camión, todo gratis y no por ser un día especial, esto es todos los días, el servicio es inmejorable.
La celebración sería en el Overlook Park, un complejo que contiene varios campos deportivos, de beisbol y futbol. Al llegar pagamos cinco dólares por adulto y niños menores de 12 años gratis, todo el dinero recaudado de la entrada estaría destinado a una institución (no se cual).


Alrededor de una gran explanada con un césped (pasto) fuerte, saludable y de un verde intenso, había enormes juegos inflables para los niños: castillos, cocodrilos, dinosauros; en otra sección había comida (hamburguesas, hot dogs, para variar) palomitas, café, limonada y papas fritas con mostaza y salsa de tomate y un grupo de rock bastante bueno que tocaría hasta el comienzo de los fuegos de pirotecnia. Pian pianito fue llegando la gente de todas la edades, principalmente norteamericanos o recientes ciudadanos, con sillas, cobijas (cobertores), chamarras y cachuchas, unas nubes negras coqueteaban con la montaña presagiando, si no llegaban a un acuerdo natural, una lluvia despiadada.



A las nueve de la noche empieza a izarse la bandera norteamericana y la cantante de rock pide que nos pongamos en pie para comenzar, a capela, a entonar el himno nacional. Sin estridencias patrióticas, ni enjundias nacionalistas todos a media voz cantaban el himno, más con respeto que con fervor, con una civilidad extraña para mí, acostumbrado al 15 de septiembre en el zócalo de la Ciudad de México, que entre gritos, trompetas, matracas, sombreros, enchiladas, pozole y quesadillas se conmemora una independencia que sólo ha dejado sangre derramada, arguende y mucho desparpajo, y para no desentonar con la crisis de la época 40 millones de mexicanos en pobreza, en fin, territorios, historias distintas al parecer irreconciliables. Al término del himno, todos volvemos a sentarnos o a recostarnos en el “field” y los primeros multicolores fuegos surcan el espacio, el cielo centellea, un cielo azul adormecido despierta ante el tronar radial del artificio, una y otra vez, buscando en la estampida formas que remedan células vitales o galaxias nacientes o moribundas, el grupo de rock deja el paso a música sinfónica, tal vez Aaron Copland y música de la época del siglo dieciocho, algunas sutiles flautas aludiendo a marchas militares. En tanto el cielo seguía invadido de fulgores, la noche llegaba con un frío de independencia entre los perfiles de las montañas. Así continuó por media hora, ninguna exclamación, ninguna figura, todos los fuegos saliendo del mismo lugar, inamovibles, eficientes, pulcros. Ningún discurso por fortuna, ninguna alusión patriótica, ningún grito, ningún desmán y de repente un múltiple estallido de rojos verdes y naranjas daba por terminada la celebración con la independencia de ánimo de los asistentes.
Todos ordenadamente, con la sonrisa, campante de los asistentes, se dirigían a sus autos o a la parada del Aromic City Transit que ya nos esperaban en fila para que las personas lo ocuparan, no sin antes los encargados del “operativo” contaran a las personas que podían subir a cada camión. No hay empujones, malas caras, como si la celebración fuera un acto de tranquilo y bienhechor recuerdo.
Es bueno, dicen, que la democracia exista y en caravana nos subamos al tren.
Al matriz de las vitrinas, a las fuentes del átomo que renace; a las galerías de de los espejos, donde se reflejan las ruedas del progreso ¿y si nos miramos libres nos es extraño el cielo?
¿En que banca del parque piensas tu ciudad, tu país, tu estatua de la libertad, tu ángel de la dependencia? ¿En que túnel está la mayoría de edad de la cultura, en que ardor intelectual se detienen los derechos humanos; cuantos destellos de bienestar en los saldos de temporada?
Si nos encontramos, tal vez independientes, tal vez nos demos la mano o la espalda pero nos damos.
Por hoy guardamos las banderas de papel. Así, así es el abarrote.
Sergio Astorga