lunes, 11 de noviembre de 2013

La manita



Cuántas veces llamó a su puerta. Daba dos toques con la manita de fierro incrustada sobre la madera. Siempre pensó que esa mano era el guardián de entrada. Si no se tocaba con moderación, un sonido sordo alertaba a los habitantes de la casa. Llegar y entrar, sólo se lograba si esa manita era bien agasajada. Cuántos cobradores estuvieron tocando de mala manera por meses sin que esa puerta se abriese. Él lo sabía. Al llegar, tomaba con delicadeza los dedos inmóviles y con el refinamiento de un roce labial, daba dos toques. Un sonido terso se producía. Entonces, asomaban unos risos rubios y una sonrisa de granada, que bien valían tantos intentos fallidos.

Un día, como otro cualquiera, sin sobresaltos o contraseñas, la puerta no se abrió. Acarició la manita; le cantó, le limpió el poco óxido naciente entre los dedos. Como respuesta: un silencio sepulcral retumbó en sus oídos.


Hoy, al pasar por el portón se puede apreciar la manita hinchada y corroída. Ningún rizo volvió asomarse desde entonces.

Sergio Astorga Fotografía  batente en las ruas de porto. 

2 comentarios:

Unknown dijo...

Un relato muy bonito y triste a la vez.
El broche, genial.
Te confieso, Sergio, que esos picaportes en forma de mano siempre me dieron grima.
Un abrazo.

Sergio Astorga dijo...

Soy del mismo parecer. Estas manitas me daban miedo de niño, pensaba que se iban a quedar con las mías si las tocaba. Después le he perdido el miedo ahora quisiera que en todas las puertas de cierto historial las tuvieran. Las mudanzas de las manos.

Un abrazo alegre.