Arrancados del aire por los siglos incansables, vuelan sin pedir protección, ni a la brújula, ni a la luna, ni a las anémonas atrevidas asomadas por el cielo alegórico. La ciudad entera sale a los balcones enterrados por los edificios. En sus pisos deshabitados los desechos del vuelo quedan en montoncitos sobre los platos de la cena.
En algunas tabernas todavía se cuenta la historia de cuando un pájaro se llevó a la rana nocturna dejando a los cantores sin brazos.
Ellos, no se parecen a las palomas, ni a los buitres y tienen como padre al halcón, y como madre: la garganta del cenzontle. Cuando llegaron los primeros cantos huyeron asustados los caballos y los puercos; unos, acicateados a la aventura, los otros, apenados de su carne. Hombres y mujeres se dan palmadas en los oídos al confundir el canto por el pregón. Juguetones, algunos pájaros picotean las cabezas de los niños y jalan los listones con que las las niñas se apresan los cabellos.
El silencio huye del sonsonete, por eso el revuelo que provocan cuando se acercan es tumultuoso y hacen temblar las copas de los árboles.
Hay una sintaxis de rama en todo vuelo, por eso el amarillo se vuelve azul silvestre.
Si tienes una pupila honesta y un vertical esfuerzo, puedes salir a verlos pasar el quince de febrero. Así lo afirman los pajareros, los astrónomos y los homéricos recuerdos del Egeo.
Tinta/papel