La luna huía, bostezaba por los caminos de lluvia y parían las golondrinas círculos guerreros y justicieros, ¡No mires, no mires! Que el frío te atrapa. Busca adentro de la bolsa, es una llave pequeña. Pronto llegará vestido de rey, tiene la barba larga de varios días y un humor rancio. Los gallos llevaban su penacho verde, ese color santo de las apariciones y los tejados tenían la saliva de los trovadores que cantaron la noche de todos los santos. Calle de San Jacinto donde las flores no volverán y los niños persiguen con sus flautas de palo a los insectos. Así como se aprende a leer, el río repasaba su trayecto y en la memoria de las lombrices descansaba la tierra caliente. Es una aceituna el sueño, te dijo tu tía Tila, ¿recuerdas? El día de tu cumpleaños. Tenías ese aire de lirio, cuando todavía estaba en pie el puente de piedra y tenias esa mirada de paja y el andar claro. Solo llegó Clarisa y Manuel a tu fiesta, con un gran regalo envuelto en papel amarillo. Tu madre no te dejó abrirlo porque esperaba mas invitados. No te dejó saltar la cuerda, ni ponerte tacones; ni hablar por teléfono, ni comer biscochos con leche.
¿Recuerdas la leche que bebiste de tu madre? Tu madre siempre tuvo un pecho sin latido, de azufre. Por eso tienes ese carácter de bisturí. Si, el sueño es una aceituna de una gran olivera. Tus sueños siempre son aceitunas negras con un hueso grande y baboso. Ya tienes la llave. Ya puedes entrar. ¿Qué esperas? .El silencio decapita, absorbe tu impulso. Las paredes siguen blancas, pendura la enredadera como única trenza viva entre tanto abandono. Todavía escuchas las quejas de Filomeno. Pobre, nunca gustó de los ratones, tú guardabas un poco de comida y se la dabas cuando todos dormían. Murió de pena o de hambre. Que podías hacer, tenías que ir a la universidad. Aquí en esta puerta quedó esperándote. ¡No mires! ¡No mires! Que el frío te atrapa. El frío te deja la piel de sal y los nervios tiesos. Para tu horror los cristales de las ventanas tienen agujeros e inmutables telas de araña. Odias las arañas. Descubrías sus geometrías pegajosas en tu cara, corrías a lavarte con agua fría; te metías en la cama y sentías un hormigueo que te entumía; sentías tu carne vencida, rota. Como ese día en que un nervio de luz rasgó tus carnes. El amor es una araña horrible. Hablas con despecho. Lo sabes, con ese rubor inhumano, estéril. Te queda dulzura, una dulzura de ortiga, no lo puedes negar. Sin embargo, tu boca, tu cintura palpitan todavía al sentir el roce de tus dedos. Camisa de lino y un oscuro cause de agua mojaba tu pelo negro. Cuantas madrugadas en tu piel y un yunque de cobre en tu memoria. No puedes huir. Entra. Tienes la llave. ¿Por qué tiemblas? Un silencio se junta con tu mano y una geografía de olores penetra en tu nariz. Descifras el olor castaño del caldo de batatas y espinacas de tu prima Carmela. Tú tenías diez años, ella cincuenta, tu familia era un gran arco de triunfos y fracasos donde las edades se confundían; había abuelos que tenían la edad de sus hijos y tías casadas con primos de dudoso parentesco. La prima Carmela vivía en tu casa por temporadas según los itinerarios del primo; cuando tenía entregas de mercancía fuera de la ciudad, era chofer, la tía cocinaba para todos. Recuerdas como te ponía a pelar las batatas con un cuchillo ancho y filoso, que después utilizaste para amenazar a tu propio hermano. ¿Recuerdas? Tu prima fue bonita pero muy nerviosa, gustabas mirar sus manos temblorosas como masacraban las espinacas al lavarlas, tal vez por eso gustabas tanto del olor purpurino de la ira. Si, tu prima era de ira y de púrpura, como tu. ¿Por qué corriste gritando con el cuchillo en la mano amenazando a tu hermano? ¿Qué te hizo? ¿En qué te ofendió? Tu hermano decía la verdad. No podía ser tu cómplice, pedías demasiado. Los dos vieron a tu padre con aquella mujer, tocarla, disolverla en sus manos como una batata ardiendo. ¿Por qué tenía que mentir? ¿A quién querías proteger? ¿A tu papá o a tus fantasías? Ahora tienes calor. Un calor que te sofoca, te fecunda, en tu vida sólo has dejado un rastro de lágrimas verdes y un sabor de axila en quien te quiso. El zumo de limón es tu consuelo. No puedes huir. Estas adentro. Pronto llegará vestido de rey. Con pólvora de aliento y arena en sus palabras.
¿Recuerdas la leche que bebiste de tu madre? Tu madre siempre tuvo un pecho sin latido, de azufre. Por eso tienes ese carácter de bisturí. Si, el sueño es una aceituna de una gran olivera. Tus sueños siempre son aceitunas negras con un hueso grande y baboso. Ya tienes la llave. Ya puedes entrar. ¿Qué esperas? .El silencio decapita, absorbe tu impulso. Las paredes siguen blancas, pendura la enredadera como única trenza viva entre tanto abandono. Todavía escuchas las quejas de Filomeno. Pobre, nunca gustó de los ratones, tú guardabas un poco de comida y se la dabas cuando todos dormían. Murió de pena o de hambre. Que podías hacer, tenías que ir a la universidad. Aquí en esta puerta quedó esperándote. ¡No mires! ¡No mires! Que el frío te atrapa. El frío te deja la piel de sal y los nervios tiesos. Para tu horror los cristales de las ventanas tienen agujeros e inmutables telas de araña. Odias las arañas. Descubrías sus geometrías pegajosas en tu cara, corrías a lavarte con agua fría; te metías en la cama y sentías un hormigueo que te entumía; sentías tu carne vencida, rota. Como ese día en que un nervio de luz rasgó tus carnes. El amor es una araña horrible. Hablas con despecho. Lo sabes, con ese rubor inhumano, estéril. Te queda dulzura, una dulzura de ortiga, no lo puedes negar. Sin embargo, tu boca, tu cintura palpitan todavía al sentir el roce de tus dedos. Camisa de lino y un oscuro cause de agua mojaba tu pelo negro. Cuantas madrugadas en tu piel y un yunque de cobre en tu memoria. No puedes huir. Entra. Tienes la llave. ¿Por qué tiemblas? Un silencio se junta con tu mano y una geografía de olores penetra en tu nariz. Descifras el olor castaño del caldo de batatas y espinacas de tu prima Carmela. Tú tenías diez años, ella cincuenta, tu familia era un gran arco de triunfos y fracasos donde las edades se confundían; había abuelos que tenían la edad de sus hijos y tías casadas con primos de dudoso parentesco. La prima Carmela vivía en tu casa por temporadas según los itinerarios del primo; cuando tenía entregas de mercancía fuera de la ciudad, era chofer, la tía cocinaba para todos. Recuerdas como te ponía a pelar las batatas con un cuchillo ancho y filoso, que después utilizaste para amenazar a tu propio hermano. ¿Recuerdas? Tu prima fue bonita pero muy nerviosa, gustabas mirar sus manos temblorosas como masacraban las espinacas al lavarlas, tal vez por eso gustabas tanto del olor purpurino de la ira. Si, tu prima era de ira y de púrpura, como tu. ¿Por qué corriste gritando con el cuchillo en la mano amenazando a tu hermano? ¿Qué te hizo? ¿En qué te ofendió? Tu hermano decía la verdad. No podía ser tu cómplice, pedías demasiado. Los dos vieron a tu padre con aquella mujer, tocarla, disolverla en sus manos como una batata ardiendo. ¿Por qué tenía que mentir? ¿A quién querías proteger? ¿A tu papá o a tus fantasías? Ahora tienes calor. Un calor que te sofoca, te fecunda, en tu vida sólo has dejado un rastro de lágrimas verdes y un sabor de axila en quien te quiso. El zumo de limón es tu consuelo. No puedes huir. Estas adentro. Pronto llegará vestido de rey. Con pólvora de aliento y arena en sus palabras.
Sergio Astorga
Acuarela/papel tríptico 20 x 30 cm.