Caminábamos por el quiebre de la noche, ahí donde después
de cenar, los alegrísimos comentarios crecían como flores. En sentido contrario,
caminaban las parejas de jóvenes salidas de un concierto. Mirábamos ese
sabor de amores por venir y futuros despechos de talco con cierta cólera y
nostalgia. Seguimos nuestro camino. Al doblar la esquina de la Rua Bojador rumbo
a la Alameda dos Océanos reparamos en las torres del centro comercial Vasco de
Gama; de sus penachos, les crecían lenguas de luz. El alba era todavía lejana así
que no eran las criaturas de la mañana las responsables de tal fenómeno. Nosotros, como visiones lunares,
desenterramos en nuestros oídos mentales los ladridos de los perros para no
sentirnos solos. Los edificios como calaveras mexicanas exhalaban su último aliento
en forma de luz. ¡Ay Lisboa, cuánta noche se bebe su propio vino blanco! La
sangre busca su puerto y sale de su sombra esa gana de irse. Hasta los
edificios lo saben. Aquí no hay azoteas
y una nube de tabaco remonta con desasosiego el mástil de la noche oscura. El
salitre detiene las barcas en los predios. Por las rendijas de las ventanas
salen los antiguos marineros ahogados en su ajustado betún. Erizadas, las luces
se disfrazaban de rutilante color naranja y sus barbas luminosas ascendían. Ascendían
como pulpos y nosotros echamos raíces. Barrimos el cielo y como un cementerio
de otra hora nos llegaban los murmullos de los barcos invisibles.
Cruzamos la calle, llegamos al hotel en la Rua do Mar
Vermelho. Entramos al elevador con la luz clavada como aguja y con el deseo de
dormir plácidamente como un río.
Sergio Astorga Fotografía edificio centro comercial Vasco de Gama, Lisboa