viernes, 26 de febrero de 2016

Augusto


Su refugio fue la deslavada imagen que le dejó su masculina manera de ponerse el sombrero. Sus ojos diminutos se te fijaban hasta que sentías que te perforaban las niñas de los ojos. Su voz era también un picotazo. Arrastraba las erres y aspiraba las eses. Era temible y sin embargo, era tan bonachona su figura con esa barriga digna de una buena mesa y esas mejillas de las que nunca bajaron lagrimas y esas manos finas, casi dulces que cuando te las ponía en los hombros, olvidabas las mordeduras de las erres y sentías como volvían las niñas de tus ojos a jugar con la mirada. Sabias que era sabio porque al azufre natural del día día, lo acomodaba como si fueran flores en florero de cristal. Mama lo quería mucho, le decía:

- Quién te viera ahora, Augusto, tú que echaste bala.

- Ya ves Chonita, estoy herido pero hallé consuelo. 

Quise acercarme y él no me dejó. Quise que me enseñara, que fuera mi tutor. Su negativa me dolió, no entendía el rechazo, el porqué esa obstinación en decirme que su mirada tenía un vicio. 

- Yo no miro, apunto, me sentenciaba arrastrando la erre.

No sabemos adonde se ha metido, sólo tenemos este grabado en sepia que le hicieron el año pasado. Mamá dice que alguien le extravió la mirada para siempre.