Los muros chorreaban orines a pesar de la limpieza de la señora Lucila, que de mañana tenía, entre el jugo del sueño y la modorra, una cubeta llenándose al chorro de agua. Nunca se dio cuenta que el Faisán gozaba trazando su territorio, antes de que la luz hiciera notar el límite húmedo de sus fronteras.
De noche el Faisán buscaba con su lengua despertar los colmillos amarillentos, de un sarro tan espeso, que lo obligaban a despreciar los cuidados de la señora Lucila. A veces cuando el dolor era muy fuerte y el Faisán lagrimeaba, la señora Lucila cortaba su falda en delgadas tiras para tratar de limpiarle los colmillos, pero el Faisán meneaba la cola con enfado y se escondía tras la puerta. Ella se arremangaba, encogía los hombros y pensaba en el abuelo. Entonces su rostro se entumía; sus mejillas se tornaban grises, la cabeza le daba vueltas y trastabillando lograba sentarse en la cama.
Poco a poco la nostalgia desbordaba sus malestares, para que su vista se petrificara ante el retrato del abuelo, que se veía tan sereno con su cachucha de correos y el uniforma impecable. Es un buen retrato se decía-“La expresión de los ojos es alegre. Si no lo hubieran jubilado…” La señora Lucila creía que el abuelo enfermó al tener todo el tiempo entre sus manos... “acostumbrado a caminar por toda la ciudad y yo a verlo partir. Pobre abuelo…” repetía constantemente, incrédula al tocar su falda rota y desteñida, como si a fuerza de alisarla se uniera en una sola pieza.
Fue un día de Mayo, cuando se dio cuenta que por calmar los dolores del Faisán, su falda se encontraba en un estado deplorable. Por las noches, hilaba los jirones con torpeza; el Faisán la veía con los ojos cansados, reprochando mudamente la interrupción de su descanso. Trataba de ladrar y caía en un sueño intranquilo.
Todo cambió al descoser la mochila del abuelo. Sus hábitos se cambiaron bruscamente, pero su falda quedó inmutable. La señora Lucila se contentaba con las proezas que tuvo que hacer para que la unión de los jirones no dejara pasar el frío. La solución fue dolorosa al principio, la mochila del abuelo representaba la grandeza de un oficio, ejercido con gallardía durante veinticinco años.
Lentamente destejió las correas, tan duras y gruesas, que dejó medio día entre remembranzas y callosidades, entre el fervor y el fastidio del Faisán que movía la cola, como si quisiera medir el tiempo con sus propias fuerzas, tan escasas, que los intervalos se alargaban a su antojo. La señora Lucila con su rostro estrechado por la emoción, mostraba cierta indiferencia a las incomodidades del Faisán, tensando las correas para comprobar la resistencia a los años. –“Míralas, son fuertes todavía. El abuelo perdura”. El Faisán sentía como la oscuridad empujaba la luz hacia los rincones, acomodándose incolora por los contornos de la mesa, adelgazándola hasta confundir la solidez de una forma con el vapor de la imagen, envolviendo el sonar de los objetos con el mutismo de la luz entre las sombras. La señora Lucila respiró la pausa del ambiente y se dejó atrapar por la ceguera, para arrullarse con el parpadeo de los rincones.
Caín susurrantes en el ambiente gris unos hilillos de agua, destilando de un orificio del techo. No era la primera vez que esta pulsación del agua acometía en el oído, hasta dejarlo en una sordera pacífica, que al tiempo, llenaría la vida con un hipo anhelante y pertinaz. La señora Lucila y el Faisán, como muertos que no sueñan, se confundían en un eco de aromas: en un tiempo que se empapa y se orea entre las sombras y la luz; el Faisán husmeando sus fronteras y la señora Lucila tendida… muy tendida.
II
- ¿Qué hace señora?
- Quitando el caliche ¿qué no ves?
- Usted siempre tan limpia; a sus años debería buscarse un pariente que la cuide.
- ¡Ay hijito! Ya no tengo parientes. Todos se han muerto y al Faisán a veces se le olvida el camino y me descuida mucho.
- Tanta limpieza le hace daño
- En vez de estar mirando, ayúdame. Sobre la mesa está el cuchillo. Ándale… acércate. ¡En cuclillas hijito! Trata de quitar el caliche en rebanadas. Así… así, que no se desmorone.
- Oiga señora, ¿no cree que exagera, está bien la limpieza pero, en rebanadas?
- Déjate de preguntas y apúrate, que ya van a dar las diez. Pon las rebanadas en a charola.
- Señora Lucila ¿para qué quiere el caliche?
-Para comer
-Pero…
- No te digo que el Faisán me descuida mucho. ¡Fíjate en lo que haces! Mira, echaste a perder la rebanada.
- Señora Lucila yo sólo venía a…
- A cobrar la rente ¿verdad?
- No, venía…
- Ya sabes que no tengo dinero. Además, no voy a pagar hasta que arregles el edificio, se está cayendo de mugre.
- Señora Lucila, cálmese. Ya sabe que a usted no le cobro. Yo quiero ayudarla.
- Vete al diablo.
III
En las mañanas frías, el Faisán se revolcaba para que la señora Lucila le palmeara el lomo y no lo obligara a salir hasta que la luz del sol calentara sus huesos. Desde los tiempos en que el abuelo repartía el correo, el Faisán lo acompañaba en sus correrías por la ciudad. A las ocho de la mañana salían: el abuelo con su cachucha bien limpia y el Faisán con el vigor del orgullo. Desde la muerte del abuelo, el Faisán se volvió más lento y torpe; con sus ojos en vigilia permanente esperaba el buen tiempo para salir y cuando lo hacía, con una hora de retraso realizaba el mismo recorrido del abuelo. Con los años el hábito impecable se fue acortando. Ahora sólo recorría el camino que lo llevaba al mercado y, en vez de regresar a las tres de la tarde, llegaba a las diez de la mañana. A su paso todas las miradas se fijaban en el Faisán, como si esperaran que su imagen se fundiera con los tiempos del abuelo. El Faisán con su orgullo heroico soportaba, bamboleándose a cada paso, en desafío a los verdugos, hasta llegar al mercado casi sin aliento, con la esperanza entre las patas. Buscaba entre los aromas la vitrina del carnicero. Reconocía el alimento del día entre el bote de basura y el perejil. Cuando iba con el abuelo escogía la pieza de su gusto, el abuelo lo observaba y le decía: “Ya sé cual te gusta. Lucila quedará satisfecha con la compra”. Ahora, sentado en sus patas traseras, esperaba que el dueño de la carnicería recodara aquellas compras. A veces tenía resultados y le arrojaba unas tripas fétidas y pellejos grasientos que el Faisán engullía. Satisfecho, relamiéndose el hocico esperaba la siguiente porción, si la obtenía, la guardaba en el hocico para regresar a casa.
A las diez de la mañana era recibido con gran fiesta, la señora Lucila abría el hocico del Faisán para sacar las tripas que colocaba en la charola de peltre, las cortaba en trocitos para comerlas muy despacio. Al Faisán le dejaba los pellejos, éste los rehusaba con mirada de satisfacción, -“ay Faisán tus dientes y los míos ya no ayudan. Debería freírte los pellejos. El abuelo se llevó todo”.
Cuando el Faisán regresaba con el hocico vacío, la señora Lucila preparaba el caliche en la misma charola de peltre. El Faisán la ignoraba y se metía debajo de las falda de la señora Lucila a lamerle las grades y saltona venas de su pantorrilla. Los colores verde y morado le recordaban las tripas, entretanto, la señora Lucila, comiéndose el caliche a puños, reía al sentir la lengua pegajosa del Faisán entre sus piernas.
Sergio Astorga
De noche el Faisán buscaba con su lengua despertar los colmillos amarillentos, de un sarro tan espeso, que lo obligaban a despreciar los cuidados de la señora Lucila. A veces cuando el dolor era muy fuerte y el Faisán lagrimeaba, la señora Lucila cortaba su falda en delgadas tiras para tratar de limpiarle los colmillos, pero el Faisán meneaba la cola con enfado y se escondía tras la puerta. Ella se arremangaba, encogía los hombros y pensaba en el abuelo. Entonces su rostro se entumía; sus mejillas se tornaban grises, la cabeza le daba vueltas y trastabillando lograba sentarse en la cama.
Poco a poco la nostalgia desbordaba sus malestares, para que su vista se petrificara ante el retrato del abuelo, que se veía tan sereno con su cachucha de correos y el uniforma impecable. Es un buen retrato se decía-“La expresión de los ojos es alegre. Si no lo hubieran jubilado…” La señora Lucila creía que el abuelo enfermó al tener todo el tiempo entre sus manos... “acostumbrado a caminar por toda la ciudad y yo a verlo partir. Pobre abuelo…” repetía constantemente, incrédula al tocar su falda rota y desteñida, como si a fuerza de alisarla se uniera en una sola pieza.
Fue un día de Mayo, cuando se dio cuenta que por calmar los dolores del Faisán, su falda se encontraba en un estado deplorable. Por las noches, hilaba los jirones con torpeza; el Faisán la veía con los ojos cansados, reprochando mudamente la interrupción de su descanso. Trataba de ladrar y caía en un sueño intranquilo.
Todo cambió al descoser la mochila del abuelo. Sus hábitos se cambiaron bruscamente, pero su falda quedó inmutable. La señora Lucila se contentaba con las proezas que tuvo que hacer para que la unión de los jirones no dejara pasar el frío. La solución fue dolorosa al principio, la mochila del abuelo representaba la grandeza de un oficio, ejercido con gallardía durante veinticinco años.
Lentamente destejió las correas, tan duras y gruesas, que dejó medio día entre remembranzas y callosidades, entre el fervor y el fastidio del Faisán que movía la cola, como si quisiera medir el tiempo con sus propias fuerzas, tan escasas, que los intervalos se alargaban a su antojo. La señora Lucila con su rostro estrechado por la emoción, mostraba cierta indiferencia a las incomodidades del Faisán, tensando las correas para comprobar la resistencia a los años. –“Míralas, son fuertes todavía. El abuelo perdura”. El Faisán sentía como la oscuridad empujaba la luz hacia los rincones, acomodándose incolora por los contornos de la mesa, adelgazándola hasta confundir la solidez de una forma con el vapor de la imagen, envolviendo el sonar de los objetos con el mutismo de la luz entre las sombras. La señora Lucila respiró la pausa del ambiente y se dejó atrapar por la ceguera, para arrullarse con el parpadeo de los rincones.
Caín susurrantes en el ambiente gris unos hilillos de agua, destilando de un orificio del techo. No era la primera vez que esta pulsación del agua acometía en el oído, hasta dejarlo en una sordera pacífica, que al tiempo, llenaría la vida con un hipo anhelante y pertinaz. La señora Lucila y el Faisán, como muertos que no sueñan, se confundían en un eco de aromas: en un tiempo que se empapa y se orea entre las sombras y la luz; el Faisán husmeando sus fronteras y la señora Lucila tendida… muy tendida.
II
- ¿Qué hace señora?
- Quitando el caliche ¿qué no ves?
- Usted siempre tan limpia; a sus años debería buscarse un pariente que la cuide.
- ¡Ay hijito! Ya no tengo parientes. Todos se han muerto y al Faisán a veces se le olvida el camino y me descuida mucho.
- Tanta limpieza le hace daño
- En vez de estar mirando, ayúdame. Sobre la mesa está el cuchillo. Ándale… acércate. ¡En cuclillas hijito! Trata de quitar el caliche en rebanadas. Así… así, que no se desmorone.
- Oiga señora, ¿no cree que exagera, está bien la limpieza pero, en rebanadas?
- Déjate de preguntas y apúrate, que ya van a dar las diez. Pon las rebanadas en a charola.
- Señora Lucila ¿para qué quiere el caliche?
-Para comer
-Pero…
- No te digo que el Faisán me descuida mucho. ¡Fíjate en lo que haces! Mira, echaste a perder la rebanada.
- Señora Lucila yo sólo venía a…
- A cobrar la rente ¿verdad?
- No, venía…
- Ya sabes que no tengo dinero. Además, no voy a pagar hasta que arregles el edificio, se está cayendo de mugre.
- Señora Lucila, cálmese. Ya sabe que a usted no le cobro. Yo quiero ayudarla.
- Vete al diablo.
III
En las mañanas frías, el Faisán se revolcaba para que la señora Lucila le palmeara el lomo y no lo obligara a salir hasta que la luz del sol calentara sus huesos. Desde los tiempos en que el abuelo repartía el correo, el Faisán lo acompañaba en sus correrías por la ciudad. A las ocho de la mañana salían: el abuelo con su cachucha bien limpia y el Faisán con el vigor del orgullo. Desde la muerte del abuelo, el Faisán se volvió más lento y torpe; con sus ojos en vigilia permanente esperaba el buen tiempo para salir y cuando lo hacía, con una hora de retraso realizaba el mismo recorrido del abuelo. Con los años el hábito impecable se fue acortando. Ahora sólo recorría el camino que lo llevaba al mercado y, en vez de regresar a las tres de la tarde, llegaba a las diez de la mañana. A su paso todas las miradas se fijaban en el Faisán, como si esperaran que su imagen se fundiera con los tiempos del abuelo. El Faisán con su orgullo heroico soportaba, bamboleándose a cada paso, en desafío a los verdugos, hasta llegar al mercado casi sin aliento, con la esperanza entre las patas. Buscaba entre los aromas la vitrina del carnicero. Reconocía el alimento del día entre el bote de basura y el perejil. Cuando iba con el abuelo escogía la pieza de su gusto, el abuelo lo observaba y le decía: “Ya sé cual te gusta. Lucila quedará satisfecha con la compra”. Ahora, sentado en sus patas traseras, esperaba que el dueño de la carnicería recodara aquellas compras. A veces tenía resultados y le arrojaba unas tripas fétidas y pellejos grasientos que el Faisán engullía. Satisfecho, relamiéndose el hocico esperaba la siguiente porción, si la obtenía, la guardaba en el hocico para regresar a casa.
A las diez de la mañana era recibido con gran fiesta, la señora Lucila abría el hocico del Faisán para sacar las tripas que colocaba en la charola de peltre, las cortaba en trocitos para comerlas muy despacio. Al Faisán le dejaba los pellejos, éste los rehusaba con mirada de satisfacción, -“ay Faisán tus dientes y los míos ya no ayudan. Debería freírte los pellejos. El abuelo se llevó todo”.
Cuando el Faisán regresaba con el hocico vacío, la señora Lucila preparaba el caliche en la misma charola de peltre. El Faisán la ignoraba y se metía debajo de las falda de la señora Lucila a lamerle las grades y saltona venas de su pantorrilla. Los colores verde y morado le recordaban las tripas, entretanto, la señora Lucila, comiéndose el caliche a puños, reía al sentir la lengua pegajosa del Faisán entre sus piernas.
Sergio Astorga
Tinta/papele 20 x 30 cm.