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El malo no era yo. Derrochando las horas con la bisutería de preguntas que tienen lengua corta, me convirtieron en el autorretrato que se repite hasta el vómito. Uno no se propone tener razones, tal vez el maquillaje, el diccionario y las persianas medio abiertas sean lo único que no mata el miedo. Cuando me salieron las canas, el corazón se me pasó de moda y la luna que me dijeron de miel se acomplejó con esa verdad que se parece a la eterna mentira. Los años dorados se quedaron entre las páginas de Asterix cuando quise cruzar el Rubicón. Ni media palabra de aliento detrás de las ventanas. Sé que no lo soñé, lo vi bajar las escaleras de caracol con ese rostro de siempre abuelo, con el cinto ancho en la mano derecha y las tijeras en el bolsillo. Torpe y sin vocación suicida, el último escalón fue su quiebra. Rodó, estalló en el cemento. Yo lo vi por triplicado, como ahora aquí abrazado en mi ángel del vicio. No escondo lo que vi. Botes de cerveza y ese tiburón mental que me mastica. A veces quiero ser beodo, visco y ese niño que nunca debió de entrar a deshoras a la intimidad de otros.