Comenzó a tomar fuerza su inexistencia. Se volvió arisco hasta para el aire que respiraba. Solía contemplar un agujero en su cuarto. Quedaba dormido y soñaba sueños que no eran de hombre ni de animal. Quedaba suspendido. Como si el momento se alargara y el tiempo se diluyera como azúcar en agua. Agua dulce, eso es el universo, se decía.
Cultivaba en silencio floripondios. Tenía meses sin salir a trabajar y sólo poner las manos en sus macetas y tocar la tierra le bastaba. Mirar cómo crecían las flores le provocaban un rapto místico. Comenzó a dudar sobre la eternidad, sobre la presencia omnipresente, sobre el castigo, sobre el premio. Cada vez que observaba el agujero, recostado en su catre, sentía el latido de la tierra, del floripondio, que al ser una flor masculina llegó a la conclusión de que Dios era mujer. Por eso el día que le regalaron un nardo tuvo un cisma teológico que lo llevó a la tumba.