Al final del patio - las galleras con sus puertas de alambre, sus paredes de cal y los techos de lámina negra de cartón - habitaban los gallos de pelea, los héroes defensores contra los espíritus que deambulaban por la casa de Simona. Abuela blanca como la leche que desvariaba por las habitaciones afectada por la falta de riego en su cerebro. Grano a grano fue perdiendo la arista de la realidad y los oleajes de sus espectros, dejaban el surco para las visitaciones incandescentes, que de niño, con febril respiración miraba pasar. Altivos, los gallos de pelea cantaban uno a uno sin mezclar sus voces.
Con el buche lleno después de haber comido su maíz combinado con huevo cocido o sardina para que la pluma brillara; parecían pavorreales dominicales, rascando la paja en su gallera y desafiando al otro, ya giro ya colorado, para futuros combates que nunca vi.
Yo les tenia miedo, cuando
me acercaba se excitaban para mostrarme su espolón. Muchas veces recibí un
aletazo seco o un picotazo irascible en mi brazo, por eso al darle de comer le
tiraba un puñito de maíz para engañarlo y con la otra mano, le dejaba la comida
en su lata de aluminio. Triunfante tomaba la cubeta y me iba al pilancón para llenarla
con agua para darles de beber, ellos, frenéticos devoraban su maíz rechinando
sus picos contra la lata en una cacofonía delirante. Saciados, bebían mucha
agua para que la pechuga creciera al doble. Los gallos eran anónimos, sólo uno
o dos merecían un sobrenombre: “El bravo” ‘El sobreviviente” los demás los
identificaban por signos corporales, la cresta chueca, el pico negro, la pluma
jaspeada, el espolón como papa. Yo nunca supe distinguirlos, me provocaban dos
sensaciones opuestas: el respeto que se tiene a un gladiador y el miedo a lo sobrenatural,
ellos, los gallos de pelea podían presentir las visiones de un mas allá, tejido
por historias familiares.
Cuando la noche llegaba y
sus parpados se abrían me crecía la espiga del miedo. La abuela comenzaba a
platicar con la tía Jocoba, muerta hacía más de veinte años y el Conde entraba
por el zaguán con su traje de levita. Los gallos comenzaban a agitarse incómodos,
aleteaban como si quisieran alejar a los visitantes.Yo, escondido en la cocina,
abría los ojos tratando de ver al conde o al guardián del tesoro, que vigilaba,
me decían, los talegos de oro enterrados a un lado de la gallera. Clavado en el
piso, sin moverme, escuchaba la reparación de los gallos y la angustia de mi
abuela preguntando:-Tía Jacobita, ¿dónde estas? Tenemos que darle la leche al
niño.
Los gallos ya no existen y
Simona encontró a la tía Jacoba, pero al final del patio siguen las galleras, y
huérfanos, el Conde y el guardián siguen
penando por el patio.
Sergio Astorga
Acuarela/papel 30 x 50cm