Con las ojeras de la luna rodando por la escalera, Agustina, acostumbrada a hacer noche con el cristal, tendió las sábanas en el balcón. De inmediato se amotinaron los olores almizclados. A las almohadas gustaba ponerlas en la esquina como imitando el descanso de las cabezas. Había cercenado sus días por la comisura de su boca siempre pintada de un rojo vivo. La despedida no sabe nadar, por eso ella se ahoga antes del segundo café.
Agustina, le decía su padre, “con esos modos tus sábanas estarán frías”. Nada más torpe, Agustina tiene la vocación del túnel, del saber esperar la salida. A los hombres les gustaba eso; confundían su natural cobardía de vivir con los blancos hombros de Agustina. Cuánto porvenir desparramó como bálsamo a todos sus visitantes ocasionales. Su cuerpo, como su patria dueña, fue creciendo en estilo y los abismos naturales del cotidiano los guardaba en un cajón.
No es asunto tuyo el que yo te diga la dirección. Búscate la vida detrás de unas ojeras que rueden por las escaleras.