Las palmeras y sus dilatados dátiles, ocultan cuando bajamos de la colina, la ciudad del camello. Cuando nos acercamos, la blancura de sus casas nos recuerda esos jueves abiertos, cuando nuestra suerte era menos llamativa y nuestra memoria tenía la tensión de nuestros músculos.
A primera vista parece que la ciudad no tiene puerta de entrada pero, sólo es un engaño cálido de horas de caminata y el ansia contenida de beber para calmar el peso de nuestra lengua. Un gran arco, como si fuera una gran pelvis nos recibe, como si al entrar se terminaran nuestros miedos. Dicen que el constructor de esta ciudad, no se conoce el nombre, y sólo por tradición oral, que fue llevada y traída por cuanta arena es conocida, era dueño de doscientos camellos. Próspero y agradecido imaginó esta ciudad.
La ciudad está dividida en dos barrios que parecen dos jorobas. En la joroba que da al norte, están las pequeñas casas de sus habitantes. Todos fueron camelleros alguna vez en su vida. En la joroba que da al sur está el mercado con infinitas mercancías traídas por las caravanas que cada dos años llegan a la ciudad.
Sus calles son anchas como labios de camello y entre la llegada de las caravanas, la ciudad queda adormecida, rumiando inmóvil los caminos recorridos.
Sus habitantes hablan poco, ellos tienen la mirada fija, como si repasaran mentalmente lo andado. Las mujeres tienen las caderas anchas como la puerta de entrada a la ciudad. No hay niños por sus calles. Como si fuera un hechizo temporal, cada dos años, algunas mujeres, las que todavía lo consiguen, paren robustos y morenos niños que inmediatamente son adoptados y alimentados por las caravanas.
Si alguna vez tienes oportunidad o la suerte de visitar la ciudad del camello, nunca olvidarás esos ojos prendidos en la lejanía, ni el corpóreo dolor de la distancia.
Sergio Astorga
Acuarela/papel 20 x 39 cm
A primera vista parece que la ciudad no tiene puerta de entrada pero, sólo es un engaño cálido de horas de caminata y el ansia contenida de beber para calmar el peso de nuestra lengua. Un gran arco, como si fuera una gran pelvis nos recibe, como si al entrar se terminaran nuestros miedos. Dicen que el constructor de esta ciudad, no se conoce el nombre, y sólo por tradición oral, que fue llevada y traída por cuanta arena es conocida, era dueño de doscientos camellos. Próspero y agradecido imaginó esta ciudad.
La ciudad está dividida en dos barrios que parecen dos jorobas. En la joroba que da al norte, están las pequeñas casas de sus habitantes. Todos fueron camelleros alguna vez en su vida. En la joroba que da al sur está el mercado con infinitas mercancías traídas por las caravanas que cada dos años llegan a la ciudad.
Sus calles son anchas como labios de camello y entre la llegada de las caravanas, la ciudad queda adormecida, rumiando inmóvil los caminos recorridos.
Sus habitantes hablan poco, ellos tienen la mirada fija, como si repasaran mentalmente lo andado. Las mujeres tienen las caderas anchas como la puerta de entrada a la ciudad. No hay niños por sus calles. Como si fuera un hechizo temporal, cada dos años, algunas mujeres, las que todavía lo consiguen, paren robustos y morenos niños que inmediatamente son adoptados y alimentados por las caravanas.
Si alguna vez tienes oportunidad o la suerte de visitar la ciudad del camello, nunca olvidarás esos ojos prendidos en la lejanía, ni el corpóreo dolor de la distancia.
Sergio Astorga
Acuarela/papel 20 x 39 cm