Encaramado en el sofá, al través de la ventana, el niño pasaba largas horas empeñado en ver a
papá o mamá venir por la avenida. Se imaginaba que cruzaban, cada uno por su
lado y en diferente tiempo, y abrían la
pequeña puerta negra, subían las escaleras, metían la llave en la cerradura y
de inmediato corría a su cuarto a meterse entre las sabanas y fingir que
dormía.
Todos los días daba oídos, porque pocas veces consiguió verlos por la
ventana. Su padre, trabajando hasta la madrugada, repartiendo el vino y la
saliva en otras casas, con otras señoras sedientas que olvidaban también, que
había muchos niños pegados al vidrio de sus ventanas.
Su madre afligida en su fortuna, buscaba la certeza de
los astros, el consuelo de las limpias de albaca o de huevo de pípila; la
sabiduría ancestral de la adivinación de los naipes o la terrible certeza de la
infelicidad tomando café con las amigas.
El niño, abriendo y cerrando los ojos bajo un sueño
intranquilo, escuchaba las risas escotadas de señoras que danzaban jadeantes o, bajo un fondo muy azul, el niño miraba al trino de Saturno Marte y Neptuno
rodeado de ramas de romero, y en un extremo de su firmamento encontraba la agonizante luz
de una estrella.
Sergio Astorga
Tinta china/papel