En el estanque una culebra con el verdor azul del agua retoza y ondula la superficie. Los reflejos se acomodan involuntarios, trayendo a contra corriente la distorsión o el empalme.
El agua y la culebra al fundirse en un abrazo curvo, proyectan dos cuerpos que en la hierba entrechocan. No hay reposo en los reflejos; la imagen de un ombligo remonta una cresta, y al menor requiebro del agua aparecen los muslos, que incitan la abulia de una ola que se resiste al nado. En la orilla los mosquitos se atragantan de luz y el cabello se abate con el limo.
De repente, la culebra gira virando las tonalidades del agua, en tonos que se desplazan desde un verde acedo, hasta un azul rutilante.
La refracción de los cuerpos se agranda y se encoge; se barrunta apenas el contorno de una espalda que navega en celo; un brazo que enreda la lisura de un vientre, y que al proyectarse en el agua empuja los límites del estanque.
La irremediable sombra de una nube se deja caer, mientras una onda arremete contra las piedras, formando una espuma blanquísima, que se confunde con la imagen de una lengua ensalivada.
De pronto los reflejos cesan… parece que la calma se entume junto a la culebra, pero sólo es el acicate de un reflejo viril, que aparece y desaparece en un salvajismo de agua dulce.
Emerge; respira… se sumerge en un movimiento tenaz, como aquél polvo que a lo lejos –por el camino que rodea al estanque- anuncia la llegada de un añoso carretón.
Confinado a una marcha torpe y a un perplejo porvenir, el carretón vapulea la distancia; parece inmóvil, hipnotizado por el calor. La madera y el metal se atolondran; crujen en una destemplada sequedad. Pero avanza… avanza al tumbo de una mula adormecida por el estrépito de las ruedas, que giran borrachas en un lujo inútil por mantener el paso.
Se acerca devorando kilómetros con una gula insípida, y aunque la mula se afana, el carretón parece suspendido en medio del polvo, como si esperara un cambio de naturaleza, y que en vez de rodar él, fuera el camino el que rodara.
Sin embargo, avanza… avanza tras el cadente paso de una pezuña, que percute como un puñetazo pulcro… solitario; en una marcha que se impulsa al roce de la rienda; impulso de una raza que nunca se revela a la voz del dueño, no importa que ese dueño viaje atento al rechinar de sus huesos. No hay paciencia que lo alcance, que le perturbe; el mira de frente al camino. No se preocupa, él lleva las riendas, el ritmo, su vejez.
El estanque esta cerca, se escucha un chapaleo en el agua. A una voz de rienda, carretón y mula se detienen. La espera es larga… sinuosa; él, con una crepitud enorme, apoya su pie descalzo en la rueda. Desciende lento… atávico; hasta sentir el calor de la tierra en sus plantas. Avanza hasta el estanque… Observa como la culebra retoza, y cómo el reflejo de dos cuerpos se clava en su pupila.
Un sudor áspero… tibio, le corre por el vientre. Se perturba, se confunde. ¿Cuál es la imagen verdadera? ¿el reflejo verde de los cuerpos en el agua o, los cuerpos mismos en la hierba?.
No hay asombro en sus dudas, él se aleja en su carretón, para dispersar con el polvo la memoria de una sensación tal vez glauca y mortecina.
Sergio Astorga.
El agua y la culebra al fundirse en un abrazo curvo, proyectan dos cuerpos que en la hierba entrechocan. No hay reposo en los reflejos; la imagen de un ombligo remonta una cresta, y al menor requiebro del agua aparecen los muslos, que incitan la abulia de una ola que se resiste al nado. En la orilla los mosquitos se atragantan de luz y el cabello se abate con el limo.
De repente, la culebra gira virando las tonalidades del agua, en tonos que se desplazan desde un verde acedo, hasta un azul rutilante.
La refracción de los cuerpos se agranda y se encoge; se barrunta apenas el contorno de una espalda que navega en celo; un brazo que enreda la lisura de un vientre, y que al proyectarse en el agua empuja los límites del estanque.
La irremediable sombra de una nube se deja caer, mientras una onda arremete contra las piedras, formando una espuma blanquísima, que se confunde con la imagen de una lengua ensalivada.
De pronto los reflejos cesan… parece que la calma se entume junto a la culebra, pero sólo es el acicate de un reflejo viril, que aparece y desaparece en un salvajismo de agua dulce.
Emerge; respira… se sumerge en un movimiento tenaz, como aquél polvo que a lo lejos –por el camino que rodea al estanque- anuncia la llegada de un añoso carretón.
Confinado a una marcha torpe y a un perplejo porvenir, el carretón vapulea la distancia; parece inmóvil, hipnotizado por el calor. La madera y el metal se atolondran; crujen en una destemplada sequedad. Pero avanza… avanza al tumbo de una mula adormecida por el estrépito de las ruedas, que giran borrachas en un lujo inútil por mantener el paso.
Se acerca devorando kilómetros con una gula insípida, y aunque la mula se afana, el carretón parece suspendido en medio del polvo, como si esperara un cambio de naturaleza, y que en vez de rodar él, fuera el camino el que rodara.
Sin embargo, avanza… avanza tras el cadente paso de una pezuña, que percute como un puñetazo pulcro… solitario; en una marcha que se impulsa al roce de la rienda; impulso de una raza que nunca se revela a la voz del dueño, no importa que ese dueño viaje atento al rechinar de sus huesos. No hay paciencia que lo alcance, que le perturbe; el mira de frente al camino. No se preocupa, él lleva las riendas, el ritmo, su vejez.
El estanque esta cerca, se escucha un chapaleo en el agua. A una voz de rienda, carretón y mula se detienen. La espera es larga… sinuosa; él, con una crepitud enorme, apoya su pie descalzo en la rueda. Desciende lento… atávico; hasta sentir el calor de la tierra en sus plantas. Avanza hasta el estanque… Observa como la culebra retoza, y cómo el reflejo de dos cuerpos se clava en su pupila.
Un sudor áspero… tibio, le corre por el vientre. Se perturba, se confunde. ¿Cuál es la imagen verdadera? ¿el reflejo verde de los cuerpos en el agua o, los cuerpos mismos en la hierba?.
No hay asombro en sus dudas, él se aleja en su carretón, para dispersar con el polvo la memoria de una sensación tal vez glauca y mortecina.
Sergio Astorga.