Notable su decisión de no hacer de su desventura, al perder un ojo en la panadería de su padre, el símbolo de su vida. No se estuvo quieto cuando niño, no se sabía el catecismo, no besaba la mano de su abuela; no quería ser mártir en Japón, no comía con tenedor, ni cuchillo. Motivos suficientes para que un buen día llegará la desdicha. Una astilla candente le penetró en el ojo al asomarse, imprudente, a la boca del horno de leña donde se cocía el bolillo. Estudió derecho en la Universidad y desde muy joven fue secretario particular del Secretario de Comunicaciones. Fundó varios periódicos de vivo fervor republicano. Firmaba con seudónimo: “Don Preciado”. Su columna, de tono satírico, le valió ser encarcelado varias veces. No era paladín, ni caudillo, era la confianza absoluta de formar sociedad a través se sus cuadros de costumbres. Su idea de Nación nunca cuajó en sus lectores y oyentes. Frecuentaba “La Gloria”, una cantina famosa por sus tertulianos y por sus botanas: caracoles y chalupitas con chorizo. El 15 de febrero, la discusión, al calor de mezcales y cervezas, tomó aires de tragedia. Dos conservadores, inéditos en lecturas, saldaron el dilema con las armas y dos certeros balazos cegaron definitivamente a Don Preciado.
Ha quedado alguna copla, que todavía se canta gracias a la memoria colectiva.
“que no venga el confesor
que con un sólo ojo
y con este mezcalito
construyo la gloria
de todita la nación”.