El Sr.Martínez decidió esa tarde entrar de lleno en su
rehabilitación. No es que tuviera una enfermedad terminal,ni siquiera
pretendía quitarse del humo y del café con leche, un mínimo de leche para el
gusto de su madre.De profesión: contador,no de dinero como su abuelo ni de
historias como sus cuñados.Durante quince años,periodo que le dejo una
pequeña joroba y la esperanza de un día volver a sus desnudos días de infancia,
se pasó el tiempo apuntando cada una de las cabezas de ganado que entraban al
matadero.
De alma grande,como todos sus compañeros lo podrían certificar,nunca se dejó afectar por el salpicado de la sangre ni por los olores nauseabundos
de la descomposición de la carne.
Su renuncia causo alboroto,el apóstol del método, como
le llamaban,dejaba el trabajo.Nadie se atrevió a preguntar las razones de tan
fulminante decisión.
Al siguiente día,fue a la estación de autobuses a
comprar un boleto que lo llevara a su tierra natal.Impulsado por esa fuerza interior que galopa con
la pasión del deseo,llegó a las puertas del seminario. Al abrirse la puerta sintió
de golpe un malestar abusivo,la estancia tan luminosa de aquellos años de
infancia se había eclipsado,el patio renacentista con su fuente octagonal se caía a pedazos. El aire era
pesado, como si el cielo todo se hubiese desgajado y se levantaran sus vapores milenarios.
El Sr.Martínez quedó varios días con una cruda de imágenes
brutal. Siempre pensó que su vocación la había dejado en el pasado.
Hoy, le ha tomado gusto a la matanza y hasta describe las
cornamentas que pasan delante de sus ojos.
Sergio Astorga tinta/papel