Una mañana del año 1959 el joven Mariano entró en estado vegetativo. De pensamiento contradictorio como todo buen hombre creativo, eligió un principio general de vida: imitar a August Rodin. Leyó todas la biografías existentes. Apasionado especialmente con el libro que escribió Rilke sobre la vida de Rodin. Se inscribió en la Escuela Superior de Actividades del Espacio, que pronto abandonó para trabajar de aprendiz en un taller de artesanos que esculpían en todo tipo de piedra. Durante tres años aprendió el oficio. No había cementerio en la ciudad que no tuviera una tumba en la que no hubiese metido mano. Vírgenes, ángeles, bustos de hombre y de mujer le sirvieron para adquirir la maestría de solucionar la tercera dimensión. Con la fama bien ganada, un arquitecto lo contrató para realizar una figura de hombre en tamaño natural, en piedra, que estaría colocada en un céntrico edificio como remate en el vano del dintel. De inmediato pensó en Rodin. Infinidad de proyectos se amontonaron en su taller. Cuando el arquitecto fue a visitarlo para escoger la escultura, y después de observar con detenimiento, no tuvo ninguna contemplación en comentarle que le parecían escandalosamente imitaciones del Pensador. A punto de salir del taller, casi se tropezó con una escultura que estaba arrumbada entre bloques de granito. ¡Esa!- exclamó entusiasmado. Era una escultura con las rodillas en tierra, con los brazos alzados y las manos apoyadas sobre la nuca y la cabeza inclinada hacia la izquierda mirando hacia abajo.
El arquitecto, no perdía la oportunidad de contar la historia del imitador de Rodin y que gracias a él, había salvado a la ciudad del escarnio urbanístico.
La escultura poco a poco consiguió cierta notoriedad y las personas comenzaron a llamarla: El impensable.
Desconsolado, el ya no tan joven Mario, cada vez que pasa por la Praça da Libertade y mira hacia arriba, un desconsuelo estético lo paraliza.