Con el estribillo del edén perdido en la memoria y ese resonar de la metralla por las calles de toda la ciudad, lo dejaron acalambrado. Sus manos arrepentidas de civismo buscaban descanso en los bolsillos de su pantalón. Mutilados, hasta los árboles mostraban su tronco baleado.
Quiso correr, pero era inútil, la caída era inminente. El verdugo devoraba a los vivos y a los muertos. Todo el alfabeto yacía desmembrado y los lápices del mundo quedaron romos.
¿Adónde poner el estandarte? Preguntaba, pero no había olivos que respondieran.
“Mi reino es de este mundo” se escuchaba en los altavoces amarrados en los álamos insepultos del parque.
Con la certeza de la uña enterrada, sabía que no habrá zapatos para poder andar, ni monedas en el pecho para pagar el alba.
*Dicen que hay voluntarios fajados en otra vida que tiran las cenizas de todos los estandartes que han ardido.