Erguido en sus patas traseras, única herencia que mantuvo firme de las fábulas, el dragón paseaba con su árbol, arrastrándolo como si fuera un animalito doméstico.
Desde los tiempos en que los maravedíes eran la moneda corriente y la peste minaba las ciudades, el dragón ya era visto y ya poseía una fama bien ganada. Ganada con el sudor de sus fauces. No hubo niño que no perdiera la cabeza con una de sus bocanadas. Como un mercader de feria recorría todos los reinos conocidos de tierra firme. Eran tiempos buenos.
Hoy, los desdenes de las madres ya no entretienen a sus críos con los encantos “dragonianos”. Hambriento se exhibe, arrastrando su arbolito, que a falta de piso fértil se ha empequeñecido tanto que una vergüenza le cuelga de sus ramas.
A los seiscientos años de su edad y con la soga al cuello, vaga melancólico. Ya no puede subirse al árbol y tirar y tirar hasta el suspiro.