Era exagerado. El aumento de sus lentes era el causante de percibir una realidad ponderada. Se paso la vida sobrevalorando las distancias y los acercamientos. Iconoclasta por parte de madre y apologista por parte de padre, lo que dio como resultado: un liberal costumbrista con ciertos toques autistas. No es que conversara mucho con sus padres, pero siempre el ejemplo puede más que la doctrina. Al menos así se dejaba ver en cada una de las circunstancias en que lo acompañé. Cierta ocasión que estábamos en la parada del autobús tuvo una crisis desbordante. Comenzó con la diatriba de que el caminar era el peor momento de la civilización humana ya que la velocidad era esencial para llegar del punto A al C. Luego se sumió en una tristeza tan absoluta al sentir que sus extremidades inferiores - así les decía a sus piernas- cada día le dolían más a causa de su inmovilidad civilizadora.
Después de dos horas y ver pasar cuatro autobuses, conseguí ir a su casa a pie y así estirar sus ya mermadas articulaciones. A cada paso, me contaba sus observaciones detalladas desde que se sentaba a comer la papilla hasta los días en que entró a la oficina de correos a trabajar. Único trabajo que le permitió no confrontar con sus superiores. Encerrado en una bodega acomodaba toda la correspondencia que había sido devuelta en grandes cajas marcadas por el año y el mes. La gente piensa que tiene una dolencia mental, pero no es así, él tiene la manía, casi virtud, de corregir y aumentar lo que ve, es un poliedro cuya realidad nunca es la misma pero integra un sólo cuerpo. Sinceramente lo estimo y me sorprende cuando me confiesa: “Yo no soy yo, sino un despropósito con buenas y anquilosadas costumbres”.
Hacer compañía también tiene sus aumentos.