Su vida canturreaba en los teatros. Los hubo de lo más
elegantes, parisinos, italianos, neoyorquinos, pero los que más tuvieron huella
vivencial fueron esos teatros pueblerinos montados a pelo, con las bambalinas
desechas y el foro con el piso cacarizo como esos empedrados donde se atora el
tacón. En esos teatros su voz se engolaba y algo hacía resbalar por el oído
medio del auditorio que lo dejaba hechizado por semanas.
Durante 40 años la medula del aire tuvo una voz. ʺLa voz
Sigüenzaʺ contaban las crónicas. Algunos apasionados seguidores afirmaban que
su rostro se transformaba en violonchelo y que la alegría o algo parecido, se quedaba
flotando por el teatro.
Un buen día, de sopetón, dejó de cantar. La monotonía
comenzaba a perforar su voz.
Sergio Astorga
Acrílico sobre tela 60 x 80 cm.