El cerrajero consiguió abrir el portón después de dos
intentos fallidos. El cielo gris se confundía con el polvo levantado por las
aves que pesadamente ascendían apretando con sus garras la carne sanguinolenta
de una pierna o de un poderoso abdomen. Todos los años la ceremonia del fin se realizaba
sin complicaciones de importancia. Los niños eran los que más demoraban en
darse cuenta y asumir su destino. Los viejos esperaban pacientemente el picotazo
definitivo.
Después de dos horas algunos fotógrafos tomaban ávidos las
imágenes que saldrían en primera plana en los portales y las redes sociales.
El cerrajero, ya en casa, afilaba su cuchillo mientras su
esposa en el cuarto de baño rebuscaba una pose dramática y sensual.
Sergio Astorga
Tinta/papel