De mala digestión al nacer, comía con la nariz, de memoria, por eso tenía un aliento de insecticida. Mataba a su pesar y no por ello no se dejó abatir por las acometidas de su tripa. Amante de los afrodisiacos postres aprendió a ser estoico y nunca más de dos cucharitas entraron por su boca. Cansado de que la nariz quedara ensangrentada se ofreció a la adoración de las gladiolas. Sus enredados intestinos lograron un sonambulismo alentador. Se apretó a su esperanza panza, a su inútil inflamación de abdomen. Se compró un traje amplio, como de alfombra persa, se puso botines y como un extraño mugiente se refugió a la vera del río, se estiró y entre los árboles le llegó por la nuca el sueño silencioso de la inmovilidad. Sintió el mismo derrotero de la monótona salud de sus vecinos. Entre las estrellas se quedó latiendo como un gordo sapito en barro.
El alivio fue siniestro