Llegaron en tropel, transitorios y apurados. Plumajes
limpios y ojos bien abiertos. Sus picos desde las cinco de la mañana brillaban
como espadas de buena ley. Entre ellos se entrecruzan las miradas brutas y mudas.
Se amparan antes de comenzar, aleteando las posibles penas que su buen juicio dejará
caer concluyente. Un murmullo dogmático cubría la sala y el acusado teórico con
un parche bibliográfico y una cita amarrada en su espíritu noble, esperaba
resignado el dictamen. ʺTodo es igual- decía, el espectáculo de la equidad tiene
siglos de avaricia. Sólo dientes en mi cuerpo básico. El sueño no se reconoce
en estos murosʺ.
EL búho mayor, con sus plumas caireles. Con su máscara de
axiomas subido en el gran libro desplegaba su sapiente tufo. Sus colegas
mirando el reloj, con resentimiento acomodaron sus bonetes y con altaneros
chillidos apuraban el veredicto. Bañados de vanidad, los que tenían plumas amarillas,
pedían un tormento chino para el acusado.
Desde el fondo de la sala un pequeño rostro desencantado,
con el libro de Erasmo bajo el ala, buscaba con los ojos encontrar el despertar
de la consciencia. Pero nada más implacable que el alma metida en un pozo. Al lado
de él, tocado de purpura y de armiño, un lechuzo pedía la excomunión súbita,
sin tener en cuenta que desde los tiempos de la reforma no había más fuego que
el de la mirada de los otros.
Ensimismado, ceñido por aleteos románticos, el secretario,
con su garra bien afilada trazaba catillos en ruinas de rara delgadez. La
balanza solitaria colgaba del techo, se balanceaba estéril en tanto el búho mayor
se aprestaba a emitir la sentencia.
El veredicto esː Culpable en segundo grado. Lo condeno a
pasar el resto de sus días enjaulado.
El acusado, metido en sí mismo, enciende la lámpara, mira
su reloj. Con la seguridad conceptual del momento se explicaː guardaré el mapa,
tal vez mañana si descubra el tesoro.
Sergio Astorga
acuarela-papel