Conocía al mundo desde una taza de cafe. Ningún remordimiento, alguna cobardía y los párpados bajos, el señor Bondi pasaba sus estrechas tardes sin fatigas. Simple y jocoso mostraba a todos las cartas de aquel hijo que vio partir con el logaritmo de los martes. De corazón leal, nunca se dejo incendiar por el recelo, él sabía, como la tibieza del cafe, que hay un punto en que si no se bebe se pierde el aroma. -Uno tiene que irse o quedarse en el momento justo- decía a lo pocos amigos que podían darse el lujo de pasar la tarde frente a una tasa o copa.
Su apetito por quedarse quieto es como una antorcha encendida y es tan íntimo su gozo que no parece que la queja tenga párrafo en su catecismo.
A veces, muy pocas, el señor Bondi, como recién nacido, se acurruca en la resolana y se deja ver en su mirada el abismo del condenado.
Hoy, le he invitado el cafe.