Un dialogo solitario parece el vuelo después de la llegada. Desde los tejados alguna vida palpita aunque parezca escenario propio del silencio. Una tarde de invierno congela el paisaje y se mira ese perfil de los contornos. Parece que las gaviotas tienen un dialogo metafísico, un picoteo de amor por las alturas. El mundo exterior se rasga y nos parece que el muelle del cielo son los tejados. Las tejas de barro revelan la inalterable conversación de las gaviotas. Nunca las palabras fueron más simbólicas, ni tan trémulas las miradas para que no alteren ese momentáneo arribo del contraluz. Hay una zozobra, un inquietante vacío. Se extiende una diagonal que nos atraviesa y nos deja clavados como aquellos marineros con la nostalgia imperturbable a esa seducción que provoca el horizonte. También hay una sensación de desierto mental. No queremos que pase el tiempo y a la vez deseamos que pase la imagen para poder movernos con los pulmones reventados al contener la respiración por segundos eternos. Uno intenta recordar, pero no recuerda nada. Uno quiere imaginar que las gaviotas coquetean para aparearse antes de alzar el vuelo y el deseo retiene sus alas hasta ponerse de acuerdo. Uno intenta, como si la belleza tuviera algo mas que el instante. Como el que llega y parte, poco a poco se nos rebela lo errante de la imagen. Sin embargo, ebrios de mundo, cerramos la ventana para que nuestro miedo tome distancia y por un inexplicable mandamiento, volvamos a detenernos a mirar los tejados.
Sabemos, con íntima tristeza, que las gaviotas no conversan de amor, sólo toman aliento para el próximo viaje.
Fotografía: Porto, Portugal.