Alegre como un beso que se cuenta y nunca se ofrece, la Señora O'Hara por parte de padre y Ferrera por parte de madre, se consagró por entero a solfear la vida. A flor de fuego nació en los arrabales de la ciudad, esa que tiene el olor de féretro y la luz tísica. Sus primeras letras se le grabaron como el vestido escarlata que nunca se quitó. Tantas eran las ganas de ser graciosa y educada. Tenía, para no sentirse desnuda, varios vestidos del mismo color y estilo. En alta voz, como pajarito tibio rojizo, mantenía a raya cualquier chisme que aflorara en el sudor del día. Su cintura tuvo ese vaivén de hamaca que miles de zancudos la rondaban. Como era de esperar, se fermentó su O'Hara y como condenada a martirio, su venas se inflaron y una noche de aventura, que fue a parar en el hueco de su inmensa sepultura, conoció a ese hombre de bigotito estrecho. No hubo desengaño. Sólo el quebrado azogue de la viudez. Un día, el bigotito, se consumió como el coñac de todas las noches. Ella, nunca derramó ni azul ni verde, se aferró al rojo. Debe dolerle mucho el corazón. Su canto no tiene fondo, eso lo sé cuando la veo y me escondo para que nunca vea la pena que me causa. Cosa de la vecindad.
La sombra no la inquieta y aunque vive sin causa, al mirarla, uno siente el brazo diestro y la palabra invalida de hombre.