No era de extrañar esa vocación febril que tenía por los grupos. Perdido, como un dandi de ropa vieja, se dejó amar por lo civil. El coronel le dijo que no tenía tipo para la tropa, ni porvenir imaginable. Se buscó la vida como guía de turistas, los llevaba a los centros de diversión. Maquinitas, billar y dominó fueron las direcciones de éxito. Intransigente como todo mandón, exigía a los turistas una disciplina impropia para los calzones y sandalias. Así la fue pasando, gastando saliva y retóricas galanas.
Profeta de las barricadas, encontró la pasión en una antigua brigadier de la marina. Juntos, confiscaron a mordidas lo que les quedaba de cuerpo. Insolentes, se perdonaron sus mentiras y sus te quiero. Tienen motivos para sentirse vivos, cinco estampitas de santos y rosquillas para mojar en el café. No se cortarán las venas, caminarán por las calles de Lisboa y no tendrán miedo del amanecer, aunque no tengan alas para volar.