Don Manuel, seminarista probo, frustrado y célibe, logró amasar cuantiosa fortuna. Preocupado por ella, sin tener herederos y con la edad avanzada en sus talones pensó que debía casarse y zanjar con primogénito su desventura.
Después de consultar a su médico de cabecera, éste lo convenció de aplicar el remedio -ya probado en casos similares- y que fortalecería su férrea voluntad de la procreación. Debía de beber, para vigorizarse, leche materna. Doña Ana fue la encargada de procurar los primeros amamantos.
Tanto se aficionó don Manuel al pecho que el dispendio lácteo le causó una merma a su caudal, tan significativa, que cuando murió -sin descendencia- sólo dió para dos misas en su recuerdo.