Lejos de todos, con el mañana en el tablero de damas españolas,
reproducían la cueva originaria, esa que les permitía estar a salvo de las
miradas intrusas. Fortalecidos, con esa devoción que se tiene al juego, pasaban
las horas sin galimatías, seguros de llevar a buen término su pericia con las
fichas.
Dicotomía básica: blancas y negras. Un mundo dividido de manera justa, 64
casillas, con una continuidad lógica que no perturbaba la conciencia del
desenlace. A nadie le extrañe entonces, que ese pedacito de mundo, tal vez un
metro cuadrado bastase para seducir una vida.
Son 50 centímetros cuadrados para
cada uno. Sin contar la habitación, o el parque público o privado que se use, esa
riqueza de espacio reducido se acrecentaba día a día. Sólo paraban para comer y
para ir al cuarto de baño, pero ese compás de espera, se fue oprimiendo hasta
que sólo bebían agua carbonatada y una bolsa de plástico contenía la orina
que con urgencia era vertida debajo de la mesa.
Tanta era su concentración que sus cuerpos se fueron curvando hacia el tablero. Sus cabezas quedaban
suspendidas como esos móviles de Alexander Calder, estructuras que parece que
flotan en el aire y están a punto venirse al suelo y que distribuyen su
equilibrio gracias a que su centro de masa es encontrado.
Buscando siempre la
diagonal, porque sólo se puede avanzar de esa manera, así lo mencionan los
manuales de instrucciones, los jugadores vencían la incomodidad de la derrota,
recomenzando el juego.
Durante varios años no se les distinguió ni un gesto de
incomodidad o de frustración. Tal vez, deberíamos considerar las virtudes de la
diagonal. Es tan imperativa como el corte de bisturí.
Sergio Astorga Acuarela/papel 20 x 30 cm.