A los doce años cumplidos se matriculó como vividor desalentado de la palmera. Como los miles de estudiantes que se inscriben para huir a los pocos meses y encontrar un empleo simple, monótono, pero con tiempo libre para tirarse en la arena caliente, así le sucedió a Román. Se instaló en su palmera como un pájaro salvaje. Nada mudo en él a pesar de que en el año de las fiestas de San Aníbal, llegaron las muchachas con el pelo recogido y falda rebullera. Exigente y celoso no sucumbió a los ojos de Otilia, ni a sus dedos finos ni a su candente voz de ternura. Román, guardó silencio y se dejó dominar por la sombra de su palmera. Fue entonces que consideró viajar a Europa, se quiso despedir pero no encontró a nadie. Huérfano de propósito, violado de padre y encelado de madre, compró su billete de barco para París. Le preguntaron si sabía hablar francés, dijo que no. Perdió el billete y se puso a estudiar francés, hasta que conoció a Elizabeth, mulata de Santiago de Chuco. Olvidó París y al aguacero y ahora se dejan ver dos palmeras meciéndose con todo su cariño.
Así es la compañía, dicen.