Indiferentes al certificado de buena conducta, la turba de amigos salía de la fiesta jugándose la vida al atravesar la Avenida de los Insurgentes. El infinito se miraba extraviado en sus pupilas. Un humor cubista llenaba sus cabezas; ni un grito, ni una exclamación o queja. Traían un vacío de claustro y un mareo de rezo que no les permitía adivinar que la vida es tísica. Su martirio: la yerba y el dolor de pecho. Buscaban la cura en los pubs y sólo la desdicha les cruzó por su sólido Rousseau.
Unos murieron, otros, los pocos, les dolía la cabeza hecha un ajo.
Señores ministros de la lectura, qué comentan de ésta realidad del pan diario.