Ellos son testigos de esa araña enorme que anda convencida que sus innumerables patas tienen el consuelo de los caminos. Viajeros contumaces salían indistintamente de sus heredades. Honrados miraban el sol con nostalgia. Sus nombres: Nicolás, Conrado, Martín, Eustaquio y Fernando. Quedaron en los huesos, sus lineas les dieron la intuición del martirio. No se dolían. No eran hombres malos. Pioneros sí de la migraña del caminante, ese dolor de andar sin brújula, al encuentro virgen de las cosas. Se conocieron en el pavimento, a la hora del hambre, decir la fecha es decir siempre. No era tristeza lo suyo. Era buscar el lugar soñado, donde la cebolla no provoca lágrimas, ni el ajo mal aliento. Quieren sacudir su persona, tener dicha. Les urge encontrar, bañarse. Dan ganas de ayudarles, darles un vaso de agua, un corazón bueno o un cuchillo para que dejaran de buscar.
Se conocieron hace tiempo, en los tiempos locos. Dan ganas de acompañarlos después del desayuno.