El puente de fierro que une a la muralla y cruza el río Duero, en un día plomizo como si fuera un cetáceo húmedo montado en su celaje, nos deja embarcados en una visión que no avanza de tan plena.
Nos ofuscan los grises. Vemos tortuosa la marcha de los siglos. Entramos al medievo y salimos bañados en el conjuro del modernismo. Nuestros hombros se estremecen por el peso. Las rutas confluyen a un sólo punto que se fuga y parece juvenil nuestro olvido. No podemos bajar la vista, como si el canto de níquel de las gaviotas anunciaran que el puerto siguen siendo el mismo; su pico curvo anuncia la llegada de los rabelos en los que nunca iremos.
El torrente de grises es un narcótico mas potente que el sueño. El acero se finge telaraña para tensar al dato histórico. No hay deseo de viaje. Ni olor a sal, ni voces de muchachas que puedan apartar esta grisalla que se niega al color. Un beso de piedra, de granito, parece que nos toca la frente. Largo y suave es el beso de los grises. Nos envanece, porque sabemos que ese beso nunca lo conocerá Afrodita.
Tal vez la quietud, este poblada por gruesas camadas de claros y de oscuros, desde Vila Nova de Gaia, así me lo parece.