Eso se preguntaba Severino Rascón, cuando se atragantó por parte de madre y no sobrevivió en nombre del padre. A sus dieciséis años, al llegar del corte de caña en Cuautla, Morelos, con cuarenta grados de calor en la piel y con una descomunal hambre, partió con los dedos un trozo de pan y se le atoró en el cogote. Le cubrieron el cuello con una frazada y no se curó. A lo largo de su musculoso cuerpo cayeron lágrimas amadas que se sentaron a mirar como bajaba en la tierra aquél que quiso saciar su miseria.
Moraleja: “Si vas a comer pan, acompáñalo con atole no con apetito”.