Teóricamente llegó del mar pero sus muslos se partieron antes, cuando el pleonasmo de una ola le tocó la puntita del dedo gordo del pie derecho. Pulposa, se estremeció en un orgasmo turbio, no como aquel del marinero que desplegó su sexo por todo su cuerpo. Aquél que la partió en dos cuando enlazado a su cadera nadó y nadó hasta el embotamiento. Carnalidad marina de sed, de agua que palpa su vientre, que inhala la lúbrica sal que le chupa como el molusco que goza sofocado al jugo del limón. Precipitada de labios, el paraíso era la crema de líquidos que no se cansan de fluir. La boca se le llenaba de arena. Huérfana de madre, la más alta noche le hizo saber que los ríos todos habían llegado a ella y entrado por su gruta que piernas abiertas, palpitaba. Su fiebre fue una gotera que golpeo sus párpados y le dejó el cuerpo pegajoso. Recuerda que cuando lo vio llegar ella se despojó de su ropa, dejó ver sus plateadas sospechas. Él, marino experto, no pronunció palabra. La tomó del pelo y mordió su cuello. Sus manos grandes apretaban como cuerdas de proa, se sentía ahogada de lujo, de astillas que la poseían. A bocanadas le decía: “Sigue, sigue, no me sueltes. Párteme”. Él, obediente, como rodando por el aire, sin descanso, sin tregua, remaba, remaba hasta que saltaban chispas de tanto roce. Solo al recordarlo se moja, cela, se saca la mentira que lleva día a día. Teóricamente llegó del mar, pero ese olor, le aprieta las piernas, el sexo. Ella se colapsa, el olor paterno desborda su habitación, su cuarto, su lecho.
Cuánta anestesia deja la teoría.