Mi tía Sara tuvo las tres caídas más perfectas que he visto. La primera fue al este de la frontera cuando se le cayó la barriga cargada de botellitas de perfume, pegadas al rededor de su cintura con papel engomado. Quiso corromper al oficial y si no fuera porque llegó el supervisor lo hubiera conseguido. La segunda, fue cuando en la playa de Coralino persiguió al hombre de sus sueños. Terminó dando serenata en el cementerio cuando sus sueños no contaban con el tráfico de drogas de su hombre. Después se perdió el respeto. Esa fue su tercera caída. Se abrió el escándalo y ya no tenía ni la ropa interior en buen estado.
Ahora que veo tanto corazón roto me acuerdo de la Tía Sara, cuando me decía al oído, que se moría de ganas de mecer la cuna con una copa de brandy.
Quemé el dinero que me quedaba mientras recordaba a la tía al recoger el abrigo del guardarropa. No hubo una cuarta caída. En el puerto de Lisboa, con alevosía, le sellaron los pasos y sus vicios. Se pintó el pelo de rubio platino y camina en el Chiado, tomando un café pingado y una nata.
De este lado, inquieto, se me quema el cielo y es inútil comparar mis caídas con las tuyas, Tia Sara. Tú tenías, oficio.