De la vuelta de las labranzas, de los remedos, de los rincones;
de las nostalgias de las formas, del tedio del cornúpeta del lápiz, de la
acuarela dromedaria, del parco espacio enano y porno drástico; errante de los diseños,
el bípedo entorno de la forma, sin oficio. Recamado de la metáfora de las
líneas perversas de ideas en resaca y reseca: lumbar de la materia plástica sin
alma calma. Locas de sentido, del íntimo páramo de la lengua; de la conjugación de
la cópula
del tenso eterno, del silencio del próximo dibujo. Rodeado de papeles, de
libros; de ceniza borrada en lienzos de arpillera. Las plazas de la infancia,
las horas de las librerías conocidas y ese remedio de latín oxidado dentro de
mi cuaderno. Rosa rosae traspasa mis huesos, la memoria. Me estiro en el
caballete, el cuaderno, y es latente la primera nuca expresionista. El agua
navegando en el pincel, sin tregua, con el asombro de que un día estuvieron
dibujando autorretratos. Se asoma la ciudad por la ventana y una locuaz palabra
como arteria emprende el vuelo, y un cadáver como estatua comienza a modelar.
Los papeles están en celo, sacan las mentiras en los ocres, en los ultramarinos,
y no hay manera de trabar las puertas, las mesas, los automóviles. Entonces los
diccionarios llegan y de pronto se avientan dulcemente a las vías del metro. No
se puede atardecer si los colores no están completamente secos. La angustia de
que maduren a destiempo nos deja ateridos leyendo estas palabras.