El mundo andaba perdido en mi cabeza y no encontraba la salida. Antes que el abandono secara la Ruta de la Plata y las nubes se arremolinaran para dejar pasar la luz acerada batiendo en el adobe, y las gallinas picotearan la tierra para que las lombrices secas como el chile guajillo asomaran su adormecida cabeza; antes de eso, yo me acuerdo, por aquí anduvo el brillo de la codicia y el murmullo del molino triturando el maíz. Yo me acuerdo del sonar de las noches y el sabor del atole caliente. Ya se fueron todos y no sé si entrar, ahora que ya no tengo querencia que me detenga. Ahora el silencio se reparte frío, indiferente a los rostros que una vez dieron vida. Hasta los pájaros se han ido a buscar el cántaro de las voces de los vivos. Aquí se hablaba y se lloraba en español y se comerciaba en ingles. También se encendían las velas y los ladridos de los perros espantaban a los nahuales y a las seis de la tarde se escuchaban los rezos a San Isidro Labrador. Aquí se mató a gente buena por otra gente buena que tuvo estas tierras como suyas. Todavía se huele a tortilla y a boñiga. Los días son para guardar porque hoy, a pesar que hay día de fiesta todos lo años, el regreso a la memoria es un apretado suspiro que se siente y no es que uno sea sentimental, la cosa es que aquí se huele a historia de caminos. Por eso el mundo se pierde en mi cabeza y la espinita que se nos clava en la palma de la mano se hunde mas y mas sin que el migajón del bolillo recién horneado pudiera sacarla.
No me arrepiento, los remordimientos no son para mi, uno regresa a los lugares no para encontrar, ni para olvidar, sólo para sentir la vibración de la lumbrada, esa soledad que alivia cuando se atraviesa una puerta. Despacito, uno sabe que el adobe gana alma con el tiempo.
Fotografía: Rancho Las Golondrinas, Santa Fe, New Mexico.