Se le hacía tarde. Tenía que llegar a parir, algo que no sucedía desde hace 30 años. Sola y alimentada con los posibles padres de su criatura no tenía como llegar al arrecife donde había decidido dar mar al producto de sus entrañas.
Un delfín, por ventura pasaba distraído, y como tiene el oído fino, se dio cuenta que ese sonido que percibía era de alumbramiento. Solícito, sin preámbulos, se ofreció a llevar a la sirena al arrecife, ella, transida, aceptó de inmediato y subida al delfín comenzó a entonar canciones de cuna tan tiernas, que los niños se soltaron del cuidado de sus madres y se internaron al mar seducidos.
Ella, con su indiscutible instinto maternal, después de parir a su sireno, acogió a todos los cuerpecitos que flotaban hinchados al rededor del arrecife, para llevarlos hasta fondo del mar.